De heresiarcas, traperos y hombres de Dios (50)

Manuel Cabezas Velasco.- La travesía de los judeoconversos en la fusta aún estaba presidida por la calma y la bonanza del estado del mar. Nada parecía perturbar la tranquilidad que rodeaba al pequeño grupo de fugados. La sonrisa y la ternura eran expresiones y sentimientos que los jóvenes padres habían transmitido al resto del grupo. El retoño que venía de camino había hecho olvidar la lejanía de las tierras pardas de sus moradas que habían abandonado tiempo atrás. Sin embargo, el dueño y patrón de la nave parecía vislumbrar en el horizonte la proximidad de algunos inconvenientes que podían enturbiar los plácidos días de viaje que habían disfrutado hasta el momento.

Interior de la Sinagoga de Híjar, actual Iglesia de San Antonio Abad
Interior de la Sinagoga de Híjar, actual Iglesia de San Antonio Abad

Sancho, bien atento a cualquier circunstancia que afectaba a la logística del viaje, se percató del ceño fruncido del patrón y aproximóse al mismo.

– Buen amigo, ¿por qué ese gesto de preocupación? ¿Hay algo que os preocupa que nos pueda afectar en el futuro? – inquisitivamente el heresiarca interrogó a Juan Núñez.

– Bien decís, don Sancho. Mis temores son aquellas nubes que observo en el horizonte. Si se tornan en claros, nada hay de qué preocuparse. Lo contrario sí me preocupa bastante. La fusta no es demasiado resistente para ciertos envites en alta mar aunque estemos en aguas tranquilas como las del Mare Nostrum – ante las preguntas lanzadas por Sancho, el dueño de la embarcación respondió solícito, haciendo alarde de sus conocimientos marinos.

– Acierto a entender lo que crees que puede ocurrir. Espero que los vientos nos sean favorables y, si nos alejan de la costa, no sea para darnos un vuelco y precipitarnos al fondo del mar. Gracias por la información y espero vuestra destreza en estas lides – agradecido por la confianza de Núñez, Sancho regresó al grupo tratando de disimular las posibles adversidades que les podrían acontecer.

Una leve mirada de su amada esposa mostró que se había percatado de su ausencia. Regresó con los suyos, aunque con el gesto algo serio, a pesar de seguir disfrutando de la dicha de ser, en unos meses, un feliz abuelo.

Las conversaciones entre el grupo de judeoconversos eran fluidas y estaban acompañadas de sonrisas. El ambiente parecía estar aún calmado, lejos de las oscuridades que parecía haber contemplado el patrón de la fusta.

– Sancho, ¿qué te preocupa? – acercóse su amada María al contemplar el gesto torcido de su marido tras su incorporación al grupo converso. Conocía demasiado al heresiarca para escapársele cualquier detalle, y él también sabía que ante ella no valía el disimulo.

– No es nada seguro, aunque sí es motivo para estar alerta. Tras la conversación mantenida con Núñez, el patrón del barco me ha informado de que la bonanza del clima que ahora tenemos parece que está tocando a su fin. Los vientos podrán ser favorables o no, aunque nuestra calma no habrá cesado. Esperemos que se equivoque y sea sólo un tiempo inestable y pasajero – respondió Sancho aun manteniendo la seriedad en su rostro, aunque habiéndose apartado a una distancia prudencial para no preocupar a los demás.

– Ya alcanzo a entender por qué estás así, aunque aún no hay nada seguro y habría que esperar a que varíen o no las circunstancias, ¿no crees? – respondiendo María a lo que había compartido su marido.

Con un gesto afirmativo respondió en silencio el conocido como jefe de herejes, asiendo a su amada y estrechándola para sí entre sus brazos.

El gozo que se desprendía del grupo protagonizado por los futuros padres, quedaba en segundo plano para las preocupaciones recientes de Sancho, a las que aún se sumaban los recuerdos de la joven pareja de muchachos que días atrás se habían alejado por tierras del reino de Aragón con un incierto futuro.

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La alarma despertada por las fiebres del retoño de los jóvenes padres parecía haber remitido. La rutina diaria de había adueñado, de nuevo, de sus vidas. Cinta había regresado a las cocinas del palacio del Duque e Ismael a los quehaceres de la imprenta.

En el taller, la actividad continuaba de forma discreta amparada en la protección del Duque y los gestos de aprobación recibidos por sus correligionarios mosaicos.

No obstante, la existencia de la imprenta se remonta a antes de que hubiese llegado a Ixar el refugiado estudiante de medicina conocido como Alantansi debido a sus veleidades con el cristianismo.

El responsable de aquel taller tipográfico por entonces era conocido como Abraham Maimon Zanete, que se había instalado tres años antes, siendo algo excepcional, dada la poca entidad de la población que le acogió.

En aquel tiempo se imprimiría en un volumen no sólo el comentario al Deuteronomio del afamado rabino de Narbona Salomon Jarchi ben Isaac, más conocido como Rashi sino también el texto en arameo del Targum. Este hecho también acontecía en esos momentos en la ciudad italiana de Bolonia cuya pujanza estaba fuera de toda duda al acoger propia Universidad especializada en Derecho. La calidad de dicho volumen quedaba demostrada en los tipos hebreos de origen latino que se vertían sobre el papel – mostrados en los márgenes a modo de anotaciones – e incluso que algunas de sus hojas fuesen de pergamino.

Con la llegada de Eliezer el año de nuestro señor Jesucristo de mil cuatrocientos ochenta y cinco las impresiones crecieron, apoyados en la pericia financiera de su socio Zalmati y gracias a la precisión de las correcciones de Abraham Isaac ben David. Ante personajes de tanta relevancia, el joven Ismael no tenía nada más que absorber, como si de una esponja se tratara, todas las lecciones que recibiría de ellos, aunque siempre tendría una mayor confianza con Alantansi, que en estos primeros años actuaba en la sombra ejerciendo la medicina, aunque aún seguía realizando estudios para completar su formación y no poseía la pertinente autorización con la que ejercer dicha labor profesional.

La estrecha relación entre el maestro y el aprendiz en el taller de la imprenta era equiparable a la relación entre un padre y un hijo. Casi desde el primer momento surgió un vínculo tan estrecho entre ellos, ya que la experiencia acumulada por el impresor servía de ejemplo al muchacho en los primeros tiempos que se iniciaba hacia la edad adulta, acelerada más aún si cabe, con su reciente paternidad. Por todo ello, cuando el padre primerizo trataba de mantener las distancias y mostrar el respeto hacia el médico – impresor, viéndose tal actitud a ojos de los demás como yendo en consonancia para ser dos extraños, el judío lo acercaba para sí eliminando la barrera de las fórmulas de cortesía entre personas desconocidas y utilizando el tuteo para arroparlo bajo su seno.

– Gracias por la ayuda prestada con sus cuidados y conocimientos para atender a mi hijo, señor Eliezer – precisaba Ismael.

– No hay por qué darlas, muchacho. Y ya sabes que con Eliezer basta, lo de señor es entre extraños o para negocios. Tú y yo somos como familia – respondía amablemente el maestro.

Sin embargo, esta actitud tan afable hacia un cristiano, dados los tiempos que corrían, ponía en peligro a ambas partes. Para uno, el judío, le hacía generar envidias entre sus correligionarios, sobre todo si alguno de ellos envidiase su reconocida posición tanto en el taller como con sus prácticas médicas; incluso los propios socios de la imprenta así se lo habían hecho saber en algunas ocasiones. Para otro, el estar vinculado a un fiel a la ley mosaica siendo cristiano, le hacía perder la confianza de los suyos y ponerse en el punto de mira de aquellos que defendían la pureza en la manifestación de sus creencias religiosas. Eran tiempos aquellos teñidos de gran dificultad, y el Santo Oficio se estaba convirtiendo en la espada de Damocles de todos aquellos que no mostrasen de forma clara sus creencias cristianas. Además, había una relación y una criatura que proteger. Ambas se encontraban en peligro, pues a los ojos de la ley de Dios se hallaban en pecado y los Hombres de la Cruz no aprobaban tales actos de vida.

Mientras tanto, la joven madre había regresado a la cocina, desarrollando con Esther las faenas rutinarias que venían ocasionadas por la frenética actividad del palacio del Duque. Aunque, de vez en cuando, Cinta podía acercarse a dar algo de alimento a su joven retoño, pues la complicidad con la cocinera principal del palacio le había otorgado esos pequeños privilegios. La muchacha siempre estaba eternamente agradecida por las atenciones recibidas de parte de la amiga de la señora Mariam.

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El plan de huida había comenzado a ponerse en marcha. Los conversos residentes en Ciudad Real se hallaban en el disparadero y, dadas sus lealtades hacia el bando levantisco del marqués de Villena, muchos de ellos serían depuestos de sus cargos públicos. Sancho, Diego, Juan González entre otros, habían ejercido de regidores y siempre encontrábanse enfrentados a los cristianos viejos que consideraban esos puestos como de su exclusiva propiedad. La guerra civil declarada entre isabelinos y beltranistas pondría al descubierto sus preferencias y, por ende, también sus debilidades.

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