Manuel Cabezas Velasco.- “La reunión concertada con el conocido en otro tiempo como Mošeh Hamomo y ahora Juan González, gran y estimable amigo, y con Juan Martínez, el ovejero, tuvo el resultado satisfactorio que pretendía para los míos. Nuestro destino sería Almagro, pues nuestros vínculos allá nos ponían más a salvo. Llegaba, pues, el momento de mover los hilos y ponerse en contacto con Diego de Villarreal y Rodrigo de Oviedo. ¡Grandes amigos que demostraban su lealtad en estos tiempos tan difíciles…!”
– ¿Qué haces muchacho? ¡Debemos continuar con la impresión y te embelesas con otros papeles! – la llamada de atención de Eliezer estaba justificada, pues esa mañana el aprendiz parecía no estar tan avispado como de costumbre.
– ¡Discúlpeme señor! Estoy un poco distraído y tras lo acontecido la noche pasada y las circunstancias que le dejaron maltrecho, me hizo recordar las desventuras en las que nosotros llegamos a esta villa y la suerte que tuvimos al encontrarnos con la señora Mariam. Entonces una cosa llevó a la otra y quise evadirme conociendo aún más aquellos documentos que don Sancho de Ciudad me confió. Además, supongo que la reunión de ayer con los señores Zalmati y David, estaría relacionada con el nuevo tribunal inquisitorial que se ha puesto en marcha en Aragón y las nefastas consecuencias que para ustedes como rabinos conversos tendría, a pesar de la resistencia virulenta que acaeció tanto en Teruel como en Zaragoza en tiempos no muy lejanos – explicó el muchacho los motivos de su distracción.
– Cierto es y te entiendo muchacho, y para ello debemos tener precauciones a pesar de la protección de que gozamos del Duque y de la corte que le rodeamos. Sin embargo, debes centrarte en lo que estamos haciendo, pues este encargo es importante y ya conoces a Zalmati los reparos que tiene respecto a personas que él no contrata directamente.
¡Guarda los papeles del converso y cuando descanses aprovecha para seguir conociendo su historia! Además, este trabajo debe estar finalizado antes de que el estío llegue a nuestras tierras, ya que a partir de ahora habrá que pensar que las prensas deberemos compartirlas con los tipos latinos y castellanos, para incrementar los ingresos que ayuden a nuestra supervivencia. De ello es bien conocedor Salomón pues trabajó en el pasado con Alfonso Fernández de Córdoba, gran orfebre e impresor que fuese discípulo del maestro impresor germánico Mossen Lambert Lampart– Alantansi, con un tono casi paternal, animó al joven a la vuelta a la realidad.
Sin más dilación, Ismael con un leve gesto no puso reparos ante lo indicado por el impresor y se enfrascó con las tareas pendientes.
Cierta era la premura con que alentó el impresor pues el objeto a imprimir era un libro en hebreo, más concretamente la Torá o el Pentateuco, con glosas del afamado comentarista Rashi. Era un encargo como pocos, al ser Ixar la sede de una imprenta en tipos hebreos de las más afamadas del momento en el territorio peninsular.
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El clima convulso de la Castilla de 1473 no sólo estaba reflejado en las luchas de poder entre el bando de los isabelinos y el de los partidarios de la Beltraneja. Además, había cierto interés en soliviantar los ánimos ya de por sí enfervorizados entre los cristianos viejos y los nuevos, puesto que estos últimos habían acumulado demasiado poder al ocupar puestos en la esfera municipal. En ese terreno se movía como pez en el agua el Maestre de Santiago, don Juan Pacheco.
Su estrategia tendría como punto de partida el avivar la animadversión que el populacho tenía hacia los conversos cordobeses que se habían enriquecido, que tenían en el bando opositor al mismísimo arzobispo de Córdoba.
La mecha se prendería con motivo de la desafortunada acción de una muchacha conversa al verter un jarro de agua por la ventana de la casa de uno de los más ricos conversos de la ciudad. La imagen de la Virgen fue la víctima en la que recayó la suciedad del líquido vertido. En ese instante, un herrero del barrio de San Lorenzo conocido como Alonso Rodríguez manifestaría a voz en grito: ¡Es orín! y los ánimos de la masa se tornaron ciegos yendo directos a la lucha contra los “herejes”, a pesar de las amonestaciones que el caballero don Pedro de Torreblanca, hombre de confianza de don Alonso de Aguilar, había indicado.
Comenzarían las persecuciones y el asalto de las casas de conversos en las calles de la Medina y de la Ajerquía, vecinas de la collación de San Lorenzo. El propio herrero le infligiría una herida al caballero en pleno fervor.
La reacción no se hizo esperar y el señor de Aguilar, don Alonso de Córdoba intervendría, y a lomos de su caballo y flanqueado por dependientes y amigos saldría a su encuentro, dirigiéndose al Rastro. Allí estaba el herrero jaleando a la muchedumbre y cuando estuvieron frente a frente le rogó y ordenó su retirada. La negativa airada y grosera del herrero tuvo como respuesta un lanzazo del alcalde mayor con el que llegó la muerte del caudillo rebelde, iniciándose entonces la persecución y encierro de sus secuaces, quedando algunos cadáveres desperdigados por la calle.
El estallido había puesto de manifiesto el encono existente en la ciudad entre los partidarios del señor de Aguilar, favorecedor del acceso de los conversos a diversos cargos públicos – siendo uno de ellos el Caballero Veinticuatro y alcalde de físicos y cirujanos Juan Rodríguez de Santa Cruz, que había acumulado un gran patrimonio –, esposo de un miembro de la familia conversa de los Pacheco y hermano del afamado Gonzalo Fernández de Córdoba conocido como “El Gran Capitan”, y los integrantes del bando del Conde de Cabra.
Con motivo del entierro de Alonso Rodríguez en su collación surgieron rumores de su resurrección y de que había expresado que se debía continuar la campaña de violencia anticonversa. Don Alonso llegóse a la casa del herrero difunto, mas al frente de los alborotadores hallábase Diego de Aguayo, perteneciente a la pequeña nobleza cordobesa al igual que el chantre Ferrán Ruiz. Su resistencia sería mayor de la esperada, pues en los tres días que se sucedieron, la turba acaudillada por el de Aguayo no pararían de robar y quemar las casas que se encontraron a su paso, además de dar cuenta de mujeres y niños que hallaran a su paso.
Los hermanos De Córdoba, don Alonso y el “Gran Capitán”, tuvieron que encerrarse en el Castillo Viejo con los conversos que les llegaron a acompañar, quedándose sin amigos entre los cristianos viejos de la ciudad.
Transcurridos algunos días, don Alonso saldría del Alcázar otorgando algún tipo de clemencia por los crímenes ocurridos, dictaminando la expulsión de los judíos y conversos fuera de la ciudad o fijando su residencia en el barrio que tenían asignado y estableciendo un estatuto de limpieza de sangre en todos los oficios municipales.
Este clima enrarecido en Córdoba, concretado en el robo de sus bienes y el incendio de sus casas entre otros desmanes, encontraría también eco en varias poblaciones cordobesas como Montoro, Adamuz, Bujalance, La Rambla o Santaella, lo que a la vez dibujaría la dispersión que existía de los conversos por todo el reino de Córdoba. La onda expansiva, asimismo, llegaría a localidades más lejanas como Andújar, Úbeda, Baeza o Jaén. En Sevilla, Jerez, Écija o Palma del Río parecíase que los motines pudieron sofocarse gracias a los magnates que mediaron en ello. Sin embargo, la emigración hacia el reino de Sevilla, acogidos por el duque de Medina Sidonia, no duraría demasiado. La acogida fue breve ante el enrarecido clima sevillano y tras obtener el permiso del duque en 1476 se dirigirían hacia Gibraltar.
La mecha de la ola anticonversa no pararía allí. La siguiente meta serían las tierras sureñas de Castilla. Ahí se encontraba la población donde residían los conversos como Sancho de Ciudad o María Díaz la Cerera.
A pesar de que los cristianos nuevos aún seguían mirando hacia la autoridad real que recaía sobre Enrique IV, no encontraron la respuesta que esperaban sino la contraria: les había abandonado.
Las medidas que la reina doña Juana había adoptado en la ciudad de la que era señora, no aplacarían la sed de poder que los cristianos viejos tenían en Ciudad Real, más aún si cabe si era a costa de los que consideraban como unos intrusos y poco de fiar, los que no mostraban su fe cristiana en todas sus manifestaciones.
Este ambiente enrarecido había propiciado la conversación entre Sancho de Ciudad, Juan González Pintado y Juan Martínez de los Olivos para iniciar los preparativos de la fuga hacia Almagro.
Tras una breve despedida, los tres regresaron por donde habían venido. Entonces Sancho dirigióse a su casa.
La noche hallábase cerrada, apenas existían estrellas que pusiesen al descubierto su retorno. Disminuyendo en el galope que le había traído raudo campo a través, al entrar en la ciudad y para no levantar sospechas, apeóse del caballo, buscando los vericuetos que le llevasen por la senda más segura.
Atisbó la puerta de su morada en la que la luz brillaba por su ausencia. Se encontró frente a ella y con unos leves golpes la cancela se abrió a su paso.
– Buenas noches, don Sancho – respondió presto el joven criado que estaba en el zaguán con un candil a la espera del regreso de su señor.
– Gracias, muchacho. ¡Prepárame algo que llevarme a la boca mientras cambio mis ropajes! – ordenó el heresiarca a Juanillo, con un tono más bien de un hombre fatigado tras tan agotadora travesía.
– Enseguida lo dispongo, don Sancho. Su señora la está esperando en su dormitorio. Apenas ha podido dormir ante tan dilatada espera – respondió servicial el muchacho.
Tras ser informado al respecto, el señor de la casa se desprendió de las ropas de abrigo que fueron a las manos de Juanillo para dirigirse raudo a tan deseada cita.
Franqueó la entrada del dormitorio cuando, como un resorte, la señora María se incorporó rápidamente y sin mediar palabra estrechó fuertemente entre sus brazos a su amado esposo.
– ¡Qué intranquila me tuviste, amado mío! Espero que tu ausencia haya servido para algo, pues te echaba mucho de menos – en tono casi recriminatorio, aunque no exento de ternura, la dama se dirigió a su esposo.
– Eran necesarias las gestiones de esta noche. Los tiempos que corren nuevamente serán difíciles mas siempre contaré contigo para tomar cualquier decisión – sereno, respondió el marido, ufano ante tales desvelos.
Sin tiempo de réplica, ante la intranquilidad que mostraba aún su amada, Sancho ciñó entre sus enormes extremidades a doña María fundiéndose en un apasionado ósculo.