Manuel Cabezas Velasco.– Corría el año de mil cuatrocientos setenta y tres cuando la señora de Ciudad Real, doña Juana de Castilla, esposa de Enrique IV, disponía determinados asuntos respecto a la población que sufría ciertas convulsiones sociales.
Cuando finalizaba el invierno, allá por el mes de marzo, autorizó al Corregidor de la ciudad, don Juan de Bovadilla a que iniciase el derribo de algunas casas que se encontraban cercanas al Alcázar, utilizando tanto la piedra como el ladrillo de las mismas para iniciar las obras y construir una torre en el mencionado Alcázar. Esta autorización de un elemento defensivo en el Alcázar, que había sido parte de la dote que el rey Enrique le entregara dos décadas atrás, se vería continuado por el dictamen de ciertas penas contra aquellos que, con desacato y por fuerza, tuviesen la intención de penetrar en el ayuntamiento para arremeter contra el corregidor y los regidores.
A pesar del clima convulso que planeaba sobre la ciudad en aquel momento, la reina también pediría a su esposo la concesión de un privilegio para que cualquiera de los habitantes de la ciudad, sin distinción de credo, fuesen libres de cualquier pedido de moneda forera. A ello se sumaría el conceder el privilegio a la ciudad por el que no se podrían labrar sin licencia del Concejo ciertas tierras concejiles, y que quedasen para pasto del Común.
Las medidas adoptadas no modificarían la revuelta situación en que se hallaba la ciudad. Los acontecimientos no se harían esperar. Comenzaría la apropiación de tierras concejiles por los vecinos en el mes de septiembre aunque la medida de impedir su labranza fuese laxa en ese momento.
No obstante, la lucha por la sucesión era el acontecimiento más trascendente, aunque no el único.
El clima se estaba caldeando ante los bandos enfrentados originados en la cuestión sucesoria al trono castellano. En el caso de Ciudad Real, ese fuego se vería más avivado por la animadversión que despertaba la cómoda posición económica de ciertos personajes de la comunidad conversa a ojos del elemento cristiano viejo. Todo ello quedaba reflejado en las luchas de poder que se establecían en el propio concejo al existir representantes tanto cristiano – viejos como judeoconversos. Entre estos últimos eran figuras representativas las de Juan González Pintado, Sancho de Ciudad o Diego de Villarreal, entre otros.
Las intrigas no se harían esperar por parte de los llamados lindos con el objeto de tratar de expulsar del concejo municipal a los fieles de la ley mosaica y así arrebatarles la representatividad local que gozaban en el concejo, que carecía de una sede propia desde finales del siglo anterior. Sin embargo, sería el punto de partida con el que trataban de cercenar su posición acomodada, puesto que en tiempos del rey Enrique habían gozado de cierta protección a pesar de la ola de antisemitismo que habían soportado durante décadas.
Sancho era bien conocedor del odio que despertaba entre las filas de los cristianos viejos desde hacía tiempo, pues a veces le rondaba por la cabeza la suerte que corrió en Aranda de Duero años atrás y la gran fortuna de que gozó por la intermediación de Juan González. Parte de estos recuerdos le vinieron a la cabeza al reconocer la figura de su amigo que le esperaba en su montura más allá de la cerca de Ciudad Real. Junto a él aparecía el propietario de ovejas Juan Martínez de los Olivos.
– ¡Amigo mío, cómo me alegro de verte! – se dirigió Sancho a Juan González con el afecto que se podía profesar a un hermano mayor, aquel que le había guiado en algunos de los pasos que el heresiarca daría en su labor concejil.
– ¡Grata es tu presencia, estimado Sancho! – correspondió el Regidor con un afable apretón de manos.
Ambos dirigieron la mirada en ese momento al tercero en discordia, Juan Martínez, y de forma menos vehemente aunque cortés, le saludó Sancho. En ese momento, decidieron buscar un lugar seguro donde escapar de los oídos y las miradas de aquellos que no verían con buenos ojos su plan de fuga.
– ¡Debo creer que estamos de acuerdo los tres en que los acontecimientos que nos asaltan en estos momentos nos obligan a ponernos a buen recaudo, aunque gocemos de algún tipo de protección! ¡Por ello, mi postura más acertada sería encontrar el cobijo del Maestre, dada la proximidad y lazos que nos unen y los amigos que tenemos entre ellos, dirigiéndonos a la población de Almagro que aún goza de una aljama y una comunidad conversa que nos ofrece garantías de salvaguardia! ¿Estáis de acuerdo conmigo? – planteó Juan González el estado de la cuestión, siendo bien conocedor de los lazos que Sancho tenía en su arrendamiento de alcabalas y tercias con Diego de Villarreal y Rodrigo de Oviedo, importantes personajes que gozaban de la protección de la Orden. Y, en el caso de Juan Martínez, por su actividad vinculada al comercio de la lana, también entendía que era un destino acertado para él.
– ¡Bien conocedor eres, amigo Juan, de la situación que atravesamos y estoy totalmente de acuerdo con tu argumentación! ¡Debemos plantearnos la huida con el número de personas suficientes, aunque no demasiadas, para no levantar sospechas! ¡Hace ya un tiempo estuve reunido con mis socios y mi hijo y están esperando que me ponga en contacto con ellos! ¡También hablé con la Cerera, aunque por sus vínculos con el reino de Sevilla, supongo que buscará una protección más lejana y que será un grupo más numeroso! – precisó Sancho para ir perfilando un posible acuerdo entre las partes.
– ¡Veo que ambos habéis iniciado el trabajo antes de esta reunión! ¡No tengo ninguna objeción al respecto para iniciar el rumbo hacia la villa de Almagro! ¡Es más, me parece un lugar muy acertado, dada la cuestión sucesoria en la que nos hallamos, siendo clara la postura del Maestre respecto a la causa de la Beltraneja y teniendo enemigos tan poderosos en el bando de los cristianos viejos que abogan por la causa isabelina! – asintiendo ante el planteamiento de ambos compañeros de la noche, el de los Olivos estuvo totalmente en consonancia con el destino planteado.
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La rutina se adueñó de los que trabajaban en la imprenta desde el mismo momento en que franquearon la puerta del taller tipográfico. Eliezer y su fiel aprendiz Ismael llegaron juntos tras la noche aciaga del impresor.
Sin embargo, las tareas cotidianas se iniciaron a un ritmo más pausado de lo habitual, pues la escaramuza sufrida por Alantansi le impedía retomar la actividad con la plenitud de sus fuerzas.
Ese detalle no lo desconocía el muchacho y siempre estaba cerca de él en caso de que necesitase ayuda, hecho que nunca caería en el olvido para el maduro socio propietario de la imprenta.
Poco después entraría en el taller, tras unos días ausente de Ixar, el socio que se hacía cargo del aspecto financiero de la imprenta: Salomón bar Maimón Zalmati, que con un leve gesto dirigió su mirada hacia Eliezer para quedarse a solas.
– ¡Muchacho, acércate a por algo de comida, pues esta mañana no traje nada que echarme a la boca! – entendiendo el gesto de Zalmati, el impresor envió a un recado fuera de la imprenta al muchacho para tener una conversación con su socio.
– ¡De acuerdo, Eliezer, en la tienda de costumbre y así me acercaré a darle una sorpresa a mi amada Cinta! – habiéndose percatado de la situación el avispado joven decidió que su ausencia podía alargarse algo más y así se lo comunicó a su maestro.
– ¡Me parece muy acertado y que mimes a la joven madre, ve pues! – dijo asintiendo y dando su aprobación a Ismael.
Transcurridos unos minutos, a solas quedaron los dos socios. Poco después entraba en el taller el corrector Abraham ben Isaac ben David, que dirigióse hacia sus dos compañeros.
– ¡Buenos días tengan vuestras mercedes! – saludó ben David.
– ¡Ya estamos los tres y os quiero avisar de la complicada situación por la que podremos atravesar a partir de ahora! ¡Cuentan que ya desde el reino de Castilla y ahora también en el de Aragón se ha instalado un tribunal que trata de salvaguardar la fe de los cristianos viejos, aquella de los que se dicen cristianos pero alejada de los nuevos como podría ser nuestro caso! – inició el discurso Zalmati alertando a sus socios.
– ¡Algo tenía entendido al respecto desde hace tiempo, pues el muchacho que acaba de abandonar la imprenta me avisó de lo ocurrido en su tierra, en el reino castellano, la cual tuvo que abandonar por una circunstancia parecida! ¡Aunque ellos eran cristianos, en su huida acompañaron a un grupo de conversos que sí huían de dicha institución! – expuso Alantansi el conocimiento que ya tenía del Tribunal de la Santa Inquisición y lo alerta que debían estar en la expresión de sus creencias judaicas.
– ¡Siempre estás al tanto de todo, amigo Zalmati! – respondieron sus dos compañeros al unísono, esbozándose en los tres una leve carcajada ante tan casual circunstancia.
– ¡Cierto es que el muchacho es de fiar, pues conoce mis circunstancias y no le faltan manos para ayudarme en lo que fuese! ¡Por ello en otra ocasión no será necesario que se ausente y que con toda normalidad estuviese presente en nuestras conversaciones, además de no levantar sospechas fuera de la imprenta! ¿Estamos de acuerdo en este aspecto? – señaló Alantansi la lealtad que Ismael había demostrado.
– ¡Nadie mejor que tú conoce al muchacho, por mí no hay inconveniente! – señaló Zalmati.
– ¡Soy de la misma opinión, amigo Eliezer! – asintió ben David.
– ¡Entonces no tengo nada más que decir y os conmino a que estéis siempre alerta! – dando por finalizada la conversación, que fue respondida con un gesto de aprobación de Alantansi y ben David.
Habían transcurrido unas dos horas cuando estaba empezando a disolverse el grupo y por la entrada apareció el joven Ismael cargado de varios bultos.
– ¿Alguien me puede echar una mano? – preguntó el muchacho a los que asistían impertérritos ante tal escena.
– ¡No faltaba más, muchacho! ¿Quién te ha hecho tamaño encargo que no das a basto? – preguntó el maduro impresor.
– ¡Señor Alantansi, creo que fue usted el que me pidió que trajera algo de comida de la que carecía! ¿No es así? – respondió solícito el aprendiz.
– ¡Pero,…! ¿Cómo voy a comerme todo esto yo solo? – señaló sorprendido Eliezer.
– ¡Usted a buen seguro que podría, mas supongo que no será así! ¡Qué duda cabe que, al menos hay comida para tres!
En ese instante, el impresor se sintió ufano ante la complicidad mostrada por el muchacho y dirigiendo la mirada a sus socios, no hubo más que decir.
– ¡Joven Ismael, donde comen tres comen cuatro! ¿Nos acompañas a la mesa para dar cuenta de estos sabrosos manjares que has traído? – invitó Zalmati a Ismael, ante la discreta fidelidad mostrada por el muchacho, quien les acompañó encantado.