Manuel Cabezas Velasco.- El rostro con el que había franqueado la puerta de la imprenta el maduro Alantansi reflejaba dos cosas: por un lado, el arduo esfuerzo realizado durante la asistencia al parto de la joven primeriza de la familia de los Muñoz; y, por otro, lo que en el regreso había tenido que afrontar: la súbita aparición de varias sombras en la noche que parecían ocultar a ciertos facinerosos que, en busca de fortuna y bronca, comenzaban a alimentar el odio hacia la población judaica en Ixar. De esta forma pues, el caldo de cultivo que durante décadas había propiciado una mayor animadversión hacia los fieles a la fe mosaica, empezaba a dar sus frutos, poniendo de manifiesto una realidad que no era tan plácida como se suponía. La tan consabida convivencia entre culturas parecía ser como un traje al que le estaban empezando a saltar algunas de sus costuras.
– ¡Señor Eliezer, lo veo exhausto, aunque también algo pálido! – manifestó el joven aprendiz a su maestro. ¿Qué le ha ocurrido, ha ido bien la llegada del nuevo retoño? – seguía inquiriendo lleno de curiosidad.
– ¡Cierto es muchacho, no pierdes detalle! – respondió contundente el médico e impresor. ¡La joven dio a luz un hermoso muchacho, como es frecuente en la familia Muñoz! ¡Sin embargo, no todo ha sido dicha en el día de hoy! ¡Cuando me encontraba de regreso, tratando de no seguir la misma ruta para no ser reconocido, percibí a lo lejos algún bullicio y varias sombras que…! – relatando estaba las circunstancias de su vuelta, siendo el empeño de Eliezer muy generoso, cuando en ese momento las fuerzas le fallaron y cayó súbitamente al suelo.
– ¡¡Señor Eliezer!! ¿Qué le ocurre? – la caída inesperada del maestro alteró el templado ánimo de Ismael y éste tornó en nerviosismo.
Postrado se hallaba el maduro impresor a los pies de la misma entrada de la imprenta. Era ya noche cerrada. Apenas había luz en las dependencias del taller tipográfico. Ismael, además de nervioso, estaba alerta por si de pronto se encontraba con un desconocido. Decidió entonces trasladar como pudo a su maestro, llevándole a un lugar más apartado del interior donde había un camastro para cuando la noche se unía al día y apenas había tiempo de regresar a casa. Entonces prendió una pequeña luminaria para observar el rostro del señor Alantansi y de pronto se encontró con sus ojos bien abiertos.
– ¡Grraciasss, muchacho! – se dirigió Eliezer, aunque todavía andaba escaso de fuerzas, a su joven salvador.
– ¡No se preocupe, pero qué susto me ha dado! ¿Cómo ha puesto tan al límite sus fuerzas? ¡Descanse, aún es pronto para regresar, buscaré un poco de agua! – aún no había salido del susto el joven, aunque ya recobrada la serenidad perdida, se preocupó por las causas que habían motivado el desmayo de su gran protector.
– ¿Cómo podré agradecerte esto, muchacho? ¡Debes ir a casa a acompañar a tu amada y tu retoño, yo estaré bien! – una vez que se encontraba con algunas fuerzas que le animaban a entablar una conversación con su joven discípulo, le transmitió su enorme agradecimiento y en su retina recordaba la lealtad que había encontraba en el cristiano, algo que no había tenido la misma fortuna incluso entre algunos de sus correligionarios. A excepción, qué duda cabe de la entrañable Mariam y del patriarca de la familia Muñoz, quien había sido un amigo desde su llegada a la población de Ixar. La deuda con Juan Muñoz estaba a punto de quedar saldada si el retoño que su hija había traído al mundo mejoraba en los próximos días. Esto implicaba que Eliezer, muy temprano y antes de comenzar la labor en la imprenta, debía acercarse a la mañana siguiente por la casa de la parturienta para que cómo había pasado la noche. Por ello, sin más demora, se dirigió al muchacho: ¡Ismael, antes de marcharte, me acompañarías a casa y así poder descansar en una cama mejor que este catre improvisado!
– ¡Cierto es que aún no le veo que esté totalmente repuesto, señor Eliezer, mas, qué duda cabe, no tiene que pedírmelo, es un honor y un placer su compañía! ¡Recojo algunas cosas y nos vamos! – aunque reticente, el muchacho entendió la dureza del entarimado que en el catre debía soportar su maestro, y su petición no admitió más demora.
Dirigiéndose a casa del judío retomaron el motivo por el que parecía tan alterado Eliezer, conversación que dieron por concluida cuando llegaron a casa del médico e impresor. Entonces, el muchacho, al ver que Alantansi tenía fuerzas suficientes, despidióse y puso rumbo hacía la cocina donde se hallaba su amada. En la misma entrada, intranquila aunque deseosa de verlo, allí se encontraba Cinta. Levantó la vista y se percató de la presencia de quien hacía latir con más fuerza su corazón. Observó el rostro serio y la faz sudorosa. Lo veía agotado. Sin mediar palabra, lo estrechó entre sus brazos y le dio un enorme beso.
De regreso a casa, el silencio entre la joven pareja era más fruto del cansancio que de cualquier otra causa, aunque ambos estaban deseosos de verse frente a frente. El momento se pospondría hasta que no abrazasen a su retoño. Allí la señora Mariam les estaba esperando con él entre sus brazos.
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La noche estaba a punto de desperezarse en la localidad de Ciudad Real. La reunión de Sancho de Ciudad y sus socios se había extendido a lo largo de casi todas las horas en que la oscuridad teñía de sombras la población castellana. Sancho se había dirigido hacia su dormitorio tras la marcha de sus huéspedes. Allí esperaba ya despierta su amada María. Una sonrisa acogió al agotado heresiarca, que, tras llegar a la cama y corresponder con un beso a aquella ternura, cayó en un profundo sueño.
Los rayos de sol iban mostrando el entramado urbano de la otrora villa. La actividad, aunque aún aletargada, comenzaba para aquellos que se dirigían a las faenas del campo. Los que tenían sus tareas en el casco urbano aún disponían de algún tiempo más de reposo.
La señora de la casa, despertándose con cautela y sin hacer ruido, se dirigió hacia la cocina para buscar a Juanillo, que a buen seguro estaría coqueteando con alguna joven dado su carácter tan extrovertido.
Dicho y hecho, cuando la dama franqueaba la puerta allí encontró al muchacho. Dirigiéndose a él y a los demás, les dio instrucciones para que las tareas de la mañana las llevasen a cabo haciendo el menor ruido posible. ¡El señor necesita descansar! – les había dicho.
No había acabado aún de informar de que don Sancho permanecería dormido, cuando justo detrás de doña María apareció el señor de la casa.
– ¡Buenos día, señora! – dirigiéndose a su amada, le dio un enorme beso de agradecimiento, tras haber escuchado parte de la conversación con el servicio. ¡Buenos días tengáis todos! – dirigiéndose al resto, aunque con un leve gesto miró al joven criado, que enseguida entendió que le requería.
Despidióse don Sancho de los que estaban en la cocina, acompañado de su fiel Juanillo, al cual le daría ciertas instrucciones de los preparativos que debía iniciar para estar prevenidos por si la marcha se precipitaba.
– ¡Como usted desee, don Sancho! ¡Todo estará a punto cuando lo necesite! – respondió solícito el muchacho.
Indicándole que le llevasen algo de comida a su despacho para no perder más tiempo, mediaba la mañana cuando el heresiarca se dirigió a su torre para encargarse de sus actividades cotidianas.