El caso del mulato cubano Gabriel de la Concepción Valdés, (1809-1844), un poeta que adoptó el sobrenombre de «Plácido», es singular porque fue uno de los pocos que participó en una conspiración liberal. Por ello lo ahorcó Isabel II. A mí me interesa también porque muy probablemente lo conoció un periodista y escritor liberal ciudarrealeño que yo he estudiado, Félix Mejía: en La Habana, en 1841. Ambos frecuentaban la tertulia de Ignacio Valdés Machuca, «Desval». Y ambos escribieron sobre los mismos personajes heroicos: Jicotencal, Hatuey y Guillermo Tell.
Estos tres personajes representan la libertad y son ejemplos del derecho humano de resistencia a la opresión, principico que defendía la sociedad secreta en la que militaba el ciudarrealeño, los Carbonarios, como ya demostré documentalmente hace tiempo.
El primer sonoro nombre, Jicotencal (o, con grafía mexicana, Xicotencatl) fue un general tlascalteca (o tlaxcalteca) que fue el único que se opuso (o vio venir) la dictadura de Hernán Cortés después de que su pueblo, principal opositor al imperio azteca, se aliara con los españoles. Eso le valió, por supuesto, ser ahorcado por Cortés por rebelión. Se dio cuenta de que solo había sustituido una dominación dura por otra. Félix Mejía, leyendo las historias de Indias del padre Las Casas y de Antonio de Solís, escribió una novela que lo tenía por personaje principal, el Jicotencal, que publicó anónima (por precaución elemental, ya que tenía una lectura política evidente relacionada con el temor a una invasión de la Santa Alianza a las repúblicas hispanoamericanas, y eso podía causarle la expulsión de los EE. UU. por requerimiento del embajador) en Filadelfia, donde estaba exiliado (junto con algún ilustre con el que se carteó, como el exrey francés de España José Napoleón I), en 1826 (y puede ser considerado, por tanto, no solo el primer novelista nacido en Ciudad Real, sino el primero en cultivar el género de la novela histórica en español en América, y uno de los primeros en español en general). «Plácido» le consagró un romance, donde dice a las derrotadas tropas de los aztecas:
Tornad a México, esclavos; / nadie vuestra marcha turba; / decid a vuestro señor, / rendido ya veces muchas, / que el joven Jicotencal / crueldades como él no usa, / ni con sangre de cautivos / asesino el suelo inunda; / que el cacique de Tlascala / ni batir ni quemar gusta / tropas dispersas e inermes…
Mejía contempla Tlaxcala como una república al estilo romano, y sus indígenas usan en su «senado» conceptos del derecho natural que ya empleó Cicerón e incluso principios rousseaunianos. Los indígenas de Mejía hablan tan bien como los araucanos de Ercilla, pero con más tralla ideológica: la Revolución Francesa no había pasado en balde.
Pero no vamos a hablar de un ciudarrealeño al que el ilustre consistorio de su ciudad le niega no ya una calle, sino el más mínimo recuerdo, fenómeno que todavía no alcanzo a explicarme, habida cuenta de la importancia suma que tuvo este autor en la historia de la literatura y el periodismo en España. En fin, «allá se lo hayan y con su pan se lo coman».
Mejía había apoyado en 1824 una de las primeras constituciones antiesclavistas de América, la de Guatemala, hacia donde marchó al poco tiempo desde los Estados Unidos, donde había conseguido el pasaporte de esa joven nación (al ser un apátrida, tenía que tener cuidado con lo que publicaba: también son anónimas y tan «políticamente incorrectas» como el Jicotencal, su Vida de Fernando VII y sus Retratos políticos de la Revolución de España, estas dos últimas financiadas por otra parte por la masonería bonapartista a la que pertenecía el exrey José Napoleón I y el editor de Mejía, Charles Le Brun o Lebrun, protectores de Felix Mejía.
Cuba era entonces el verdadero emporio esclavista español. Los ingenios cubanos, consagrados a la producción de azúcar, tabaco y algodón, necesitaban una mano de obra barata y resistente, y desde hacía mucho se traía de África de tapadillo por medio de compañías de trata de negros vascas o portuguesas, algunas de ellas participadas incluso por los reyes de España o sus familiares directos. En Inglaterra los anglicanos cultos de la llamada «Secta de Clapham» habían conseguido abolirla en su país en 1807 y en todo el imperio en 1833. Solo perduraba en España, los Estados Unidos, Rusia, África y unos pocos países más con distintos grados de dureza o permisividad. En el territorio peninsular se prohibió en 1837, pero no en las colonias, a pesar de diversas disposiciones que fueron siempre generalmente incumplidas: los negreros actuaban casi siempre al margen de la ley.
La historia de Hatuey es más bonita. Fue el primer indígena americano que se sublevó contra los españoles en Haití y luego en Cuba. Cuando lo capturaron, fue confesado por Bartolomé de las Casas, quien le prometió no quemarlo vivo si se convertía al cristianismo. Él se dejó instruir, pero preguntó si cuando fuera al cielo habría allí españoles. Cuando le dijo que sí, prefirió ir al infierno para estar con su pueblo. Esto, sin duda, debió marcar al dominico, quien por entonces era muy joven y recién llegado al Nuevo Mundo. Mejía le dedicó un poema incompleto que yo publiqué en Cuadernos de Estudios Manchegos donde, por cierto, se cita un pasaje de Dante. La postura de Hatuey fue semejante a la del filósofo judío francés Henri Bergson: decidió no convertirse al cristianismo durante la II Guerra Mundial para compartir la suerte de su pueblo, y aunque estaba dispensado de inscribirse en el registro en el que debían constar todos los judíos (era famoso y estaba muy enfermo) se presentó personalmente: «Quise permanecer entre aquellos que mañana serán perseguidos». La postura de muchos católicos entonces, incluido el propio papa Pío XII, no fue precisamente la mejor. Pero tampoco se podía esperar mucho de una iglesia como la que había entonces, famosa por su vista larga y su paso corto y, en consecuencia, por llegar tarde a todas las cuestiones esenciales, cuando el mal ya está hecho y no el bien precisamente.
Curiosamente, la conspiración negra de 1844, llamada «Conjura de la Escalera», por la que fue ahorcado el poeta amigo de Mejía «Plácido» pensaba formar una república negra antiesclavista bajo protectorado británico con el nombre del cacique antillano Hatuey. En su poema «Al Yumurí», II, con el pretexto de describir ese río cubano, aparece el pasaje que sirvió de inspiración a Mejía para escribir su poema «Aquí reposa Hatuey»:
¿Quién sabe si, antes que ese monte altivo / senda te abriese al borrascoso mar, / ya tú minabas su cimiento vivo / para más breve sepultura hallar? Así los seres que Jehová cría / como revelación de su existir, / derriban la virtud que les ampara, / y, anhelando gozar, van a morir. / ¡Quién sabe si en tu fondo cenagoso / algún tesoro oculto se hallará, / o en subterráneo oscuro, misterioso, / de Hatuey entero el esqueleto está!
Precisamente la tumba subterránea de Hatuey es lo que describe Félix Mejía en ese poema incompleto. La muerte en el cadalso de «Plácido» debió afectarlo profundamente. En cuanto a la figura de Guillermo Tell, Félix Mejía le dedicó un drama, Guillermo Tell o La Suiza Libre, estrenado con éxito en Madrid en 1846; ahí lo ponía de ejemplo de héroe conspirador y revolucionario, al igual que en su drama otro poeta romántico español, Antonio Gil de Zárate. «Plácido» le dedicó el soneto «Muerte de Gessler», cuyo cadáver abatido por el héroe es mostrado así:
No encuentra humanidad el inhumano, / que hasta los insensibles elementos / lanzan de sí los restos de un tirano.
Distintas rebeliones de los ingenios azucareros habían sido siempre bañadas de sangre, pero muchas de ellas eran ficticias: la paranoia de los propietarios coloniales, si no encontraba rebeliones, se las inventaba. Es poco seguro el grado de implicación de «Plácido» en la conjura, pero el caso es que fue ejecutado.
Juan Francisco Manzano fue otro negro mulato esclavo que fue manumitido por su mérito artístico (su habilidad no ya como peluquero, sino como poeta improvisador), pero este prefirió evitar la política después de que estuviera a pique de ser ejecutado al lado de «Plácido» y pasara un año en la cárcel. Dejó escritos unos Apuntes autobiográficos con la pésima ortografía que cabe esperar en un esclavo como él o en algunos alumnos de secundaria criados con las reformas educativas del Pepoe. Nos describe las diferencias sociales entre los «esclavos de la casa», de superior rango social, y los esclavos del ingenio, mera fuerza trabajadora. Las esclavas debían dormir al lado de la cama de la señora por si esta se despertaba, para obedecer sus órdenes. Por supuesto, los palos y malos tratos eran continuos, pero se les dejaba ahorrar para comprar su libertad con el dinero que ganaban en trabajos que a veces tenían tiempo de hacer por libre. Quito las faltas de ortografía:
Sufría por la mas leve maldad propia de muchacho, enserrado en una carbonera sin más tabla ni que taparme […] Después de sufrir resios asotes, era enserrado, con orden y pena de gran castigo al que me diese ni una gota de agua, lo que allí sufría aquejado de la hambre y la sé, atormentado del miedo
Asimismo hace una referencia a la llamada «libertad de vientres» (ley colonial decimonónica que liberaba a los hijos de esclavos) cuando dice que su hermana «nació libre». Pero comprar tu propia libertad era otra cosa, muy difícil si el amo no quería. Su madre le dijo:
Juan, aquí llevo el dinero de tu libertad, ya tú ves, y tu padre se ha muerto y tu vas a ser ahora el padre de tus hermanos: ya no te volverán a castigar más
Pero cuando murió su madre y le dejó una herencia que él reclama para comprar su libertad, su ama le dice que
Que si estaba muy apurado por la herencia, que si yo no sabía que ella era heredera forsosa de sus esclavos. ¡En cuanto vuelvas a hablar de la herencia te pongo donde no veas el sol ni la luna! ¡Marcha a limpiar las caobas!
No era esclavitud, sino simple capitalismo buitre y deshumanizador. «El esclavo es un hombre muerto», escribió. Y hay que estar de acuerdo con él. La segunda parte de sus Apuntes autobiográficos se perdió. Había sido redactada a instancias de sus amigos liberales y antiesclavistas del círculo de Domingo del Monte, y la teoría principal es que algunos de sus amos se enteraron de que no salían muy bien parecidos en sus escritos y consiguieron que esa parte desapareciera en las manos del escritor Ramón de Palma, tal como cuento en un artículo de Wikipedia que, entre otros que escribí sobre la esclavitud andan allí (también escribo, aunque indirectamente, en el Lanza, porque hay que ver la de artículos de Wikipedia que me fusila el que escribe de literatura manchega allí, el último, sin ir más lejos, sobre el novelista bolañego José Aranda Aznar).
Esteban Montejo fue el último esclavo cubano vivo (falleció a los 108 años). Como era analfabeto, el antropólogo Miguel Barnet grabó una serie de cintas magnetofónicas con sus confesiones, que luego redujo a escritura bajo el título de Biografía de un cimarrón (1966). No recoge toda su vida, solo hasta el año 1905. Trabajó en un ingenio de niño y se escapó, viviendo en una cueva de las montañas. Suministra muchos datos sobre la herencia cultural africana en folclore y costumbres y sobre la vida en los ingenios; también narra narra su experiencia como soldado en la Guerra de independencia de Cuba y contra los estadounidenses. Se pinta a sí mismo como muy independiente, y su relación con cualquier persona, incluso con sus mujeres, es dejarlas en paz si le dejan en paz a él también: no tiene ideología alguna ni pretende imponerla. Su religión es animista, simplemente. Valora la naturaleza, la vida y los aspectos materiales de la vida humana.
Contornos
Ángel Romera
http://diariodelendriago.blogspot.com.es/
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Pío XII salvó a más de 6000 judíos romanos dentro de la ciudad. Y se estima que alrededor de 750 000 fueron salvados por la Iglesia.
Pío XII ya desde nuncio en Alemania, atacó en sus escritos al neopaganismo antisemita y racista.
No es reprochable que ante la nefasta figura de Fernando VII surgieran liberales como rosquillas en España, entre ellos, un digno merecedor de una calle en Ciudad Real como Félix Mejía (si hubiese sido del Frente Popular…), pero los liberales adolecen de una aguda miopía histórica.
Sencillamente los liberales cuentan la Historia como los marxistas, desde su prisma, es decir, desde su materialismo filosófico.
Fueron liberales los que favorecieron la esclavitud, y activistas protestantes y finalmente católicos los que impulsaron su abolición. Primero en el imperio británico y finalmente el español.
Cuenta usted historias interesantes Don Ángel, y le leo con atención. Pero lo siento no cuente usted la Historia, que posee muchas fuentes, y la literaria es una más, dentro de su subjetividad no científica.
Sin el liberalismo político el capitalismo moderno, no se hubiese desarrollado. No se contradiga.
Enhorabuena de nuevo, D. Ángel. Como usted bien dice, son tres magníficos ejemplos contra la tiranía y la sumisión, que se identifican con las características del espíritu revolucionario y la aspiración a la libertad.
Una resistencia que se mantiene hasta el último momento y que queda resumida en la frase de Esteban Montejo: «por eso digo que no quiero morirme, para echar todas las batallas que vengan. Ahora, yo no me meto en trincheras ni cojo armas de ésas de hoy. Con un machete me basta»…..