Jerónimo de Pasamonte (1553 – ¿1605?) fue un soldado compañero de Cervantes, pero esclavo durante muchos años más, dieciocho, y en bastante peores condiciones. Escribió una autobiografía que Cervantes leyó y aprovechó para la «Historia del cautivo» que hay en la primera parte de su Quijote, junto a sus propios recuerdos autobiográficos (según mi amigo el cervantista Daniel Eisenberg, Cervantes sería también el verdadero autor de la Topografía e historia general de Argel, Valladolid, 1612, que apareció a nombre de Diego de Haedo). También inspiró el pícaro personaje cervantino de Ginés de Pasamonte y Martí de Riquer le atribuye incluso el falso Quijote de Avellaneda de 1614 (dos ediciones en realidad en ese mismo año), ahora bien editado por mi excompañera de instituto Milagros Rodríguez y Felipe Pedraza; pero esta teoría ha quedado muy desacreditada. Incluso se sabe que existió un tal Alonso Fernández de Zapata que fue párroco de Avellaneda (Ávila) entonces y pudo ser perfectamente el autor.
La obra de Pasamonte, interesante por varios conceptos, es una retahíla de penalidades cosidas con el hilo de una frustrada vocación religiosa regular. Y es menos aprovechable como material historiográfico o costumbrista que, por ejemplo, la de otro esclavo de los turcos de que hablaré después y que era además un manchego de Consuegra, Diego Galán, estudiado y editado por mi colega y amigo Matías Barchino.
Las contingencias que sufría un esclavo no renegado eran ciertamente horribles; se pasaban muchas horas muertas herrados en la ergástula (Cervantes escribió que en Argel «aprendió a tener paciencia ante las adversidades») y las palizas eran continuas. Muchos preferían a esa vida una especie de suicidio camuflado en forma de «martirio» (los católicos tenían y tienen prohibido suicidarse): «Yo, con otros amigos, nos habíamos arrojado a la muerte, determinados de no ser esclavos», cuenta. A él lo compraron barato (quince escudos) porque estaba herido de bala. Al principio lo dejaron ir bastante libre porque era esclavo nuevo y no conocía el lugar (de los que llevaban más tiempo se fiaban menos). Lo emplearon como como albañil, lo que le dio para una paradoja y para probar en sus carnes aquello que decía Nietzsche de que lo que no te mata te hace más fuerte:
La muralla de la ciudad que había ayudado a derribar con vaivenes, la torné a ayudar a hacer con muchos palos. Y por ser conocido de los moros de allí, llevaba algo de más. Fue tanto el trabajo que yo padecía del arcabuzazo, que no podía llevar un barril de agua, ni leña, ni cosa a cuestas, que se me arrancaba el ánima, no por la entrada ni salida de la herida, sino junto a la cintura. Y, no pudiendo morir, vivía con trabajo, pero a puro palo me hicieron fuerte y se me quitó aquel dolor.
Cuando un esclavo llegaba a anciano ya lo dejaban en paz y se fiaban, porque se habían hecho a esa vida y carecían de esperanza. Los nuevos, sin embargo, siempre trataban de escaparse «y buscar su libertad, que es cosa de esclavos nuevos el buscar novedades y trazas». Algunos turcos y renegados se aprovechaban de ello para estafarlos prometiéndoles algún plan de escapatoria a cambio de diversas socaliñas que les menguaban el poco dinero que podían reunir, y así terminaban doblemente robados y apaleados por sus excesivas ilusiones. Así vio Cervantes, «esclavo nuevo», fracasar algunos de sus cuatro intentos de fuga y así vio también Pasamonte por los suelos los tres suyos propios que también acometió y de los que salió peor librado que el alcalaíno:
En estos ocho años de la guardia de Rodas no se pueden contar los palos que siempre me daban en la cabeza porque muriese. Y una noche de una vez me dieron más de setenta o ochenta, todos en la cara y en la cabeza. Y mi Dios y Redentor Soberano me tenía de su mano que no pudiese morir, deseando yo la muerte con muchas lágrimas. [Un] negro portugués había dejado morir once o doce esclavos de cruelísima fiebre sin quitalles la cadena, y a todos los hombres de mala vida y viciosos tenía desherrados porque le pagaban.
Su cautiverio solo pudo terminar con el pago de un rescate, como el de Cervantes. Pero un esclavo manchego, Diego Galán de Escobar (Consuegra, 1575-Toledo, 1648), tuvo más suerte. Comenzó como un pícaro juvenil de esos que, como pinta Cervantes, «se desgarran», esto es, se fugan de casa buscando más libertad y aventuras; como suele suceder, terminó por encontrar lo opuesto: la disciplina militar e incluso algo aún más riguroso: la esclavitud. Lo enrolaron con trápalas y engaños en el ejército, pero no llegó a luchar: al salir de Málaga unos piratas los abordaron y luego los vendieron en Argel. Su texto es más descriptivo que el de Pasamonte, menos transido por agónica tristeza; aunque también trabajó como galeote en mares y ríos, tuvo la oportunidad casi única de contemplar algunos países que apenas había pisado algún español, como Valaquia, uno de los principados que constituyen la actual Rumania. No me extenderé más: cualquiera puede leer las muchas ediciones que de este esclavo manchego andan impresas hoy, casi todas hechas por Matías.
Del gran humanista y músico negro esclavo Juan de Sessa o Juan Latino, citado por Cervantes en los liminares del Quijote, la historia es muy conocida, al menos para los especialistas. Hijo (acaso) de esclavos negros del Conde de Cabra (y no probablemente del duque de Sessa, como contaron las malas lenguas… aunque los Sessa tenían fama de putañeros), se hizo amigo de su hijo, nieto del Gran Capitán, hasta el punto de educarse con él y adquirir una erudición superior (leía, escribía y componía en latín y griego, y sabía tocar la vihuela, la espineta, el órgano y el arpa). Manumitido, y gracias a la protección del arzobispo, fue catedrático de latín en la catedral y la universidad de Granada y desempeñó este oficio durante veinte años, participando además en la academia de esa ciudad, que contaba con algún poeta genial como Gregorio Silvestre (músico, y no malo, también) e incluso con el que creo más que probable autor del Lazarillo, Diego Hurtado de Mendoza (que dio un hermanastro mulato a su protagonista, Lázaro Fernández Pérez). Cervantes habría oído hablar de él por su amigo, el poeta Pedro de Padilla, que también pertenecía a esa academia.
Latino escribió una epopeya (epilio más bien) en hexámetros, así como epigramas en dísticos elegíacos tan perfectos como los de un Brocense, un Mariner o, por poner a algún manchego, un Cejudo. Se casó incluso con una blanca de buena familia alumna suya, Ana Carleval (que antes estuvo prometida al rebelde morisco Abén Humeya, por cierto) y Diego Jiménez del Enciso dedicó a esta historia de amor interracial su comedia biográfica Juan Latino. Latino era incluso irónico respecto a los desplantes racistas que su condición de negro enaltecido le había obligado a pasar, y de ello él se proclamaba orgullosamente «etíope», porque en Etiopía existían negros cristianos desde el siglo IV, la llamada iglesia ortodoxa etiope o tawaedo, que resistía en el siglo XVI las acometidas islámicas y en la que fueron aceptados los misioneros jesuitas portugueses (quizá fueron negreros portugueses los que lo vendieron en Castilla); esta iglesia cuenta hoy allí con unos cincuenta millones de fieles.
El caso de Juan Latino resulta verdaderamente excepcional en la Europa de su época: estaba absolutamente prohibido a un esclavo que aprendiera a leer y a escribir (incluso estaba mal visto que lo aprendiesen las mujeres, sobre todo las casaderas); el Code noir (1685) de los negreros franceses incluso prohibía que se les enseñase la religión católica, aunque esta disposición era muy desobedecida; por eso los nombraban, que no bautizaban, con nombres de dioses paganos (¿les suenan el «Júpiter» de Poe y la tenista «Venus» Williams?). Los romanos sí permitían en ciertos casos el acceso a la cultura de los esclavos, sobre todo de los libertos de origen griego o de quienes al ser esclavizados ya estaban sólidamente formados y podían trabajar de pedagogos o médicos. «Graecia capta ferum victorem cepit et artis intulit in agresti Latio«, que decía Horacio. En España, donde sí se les reconocía tener alma inmortal y por tanto el derecho a la religión, se reprodujo el precedente latino excepcionalmente; incluso podían llegar a ser pintores de nota, como el esclavo negro y discípulo de Velázquez Juan de Pareja, que fue retratado también por quien no tenía empacho en retratar dignamente a enanos, tarados, bufones, dioses e incluso, lo cual ya es caer realmente bajo, degenerados reyes de España. El retrato del esclavo que Velázquez manumitió acompaña a estas líneas.
En el terreno de las letras es parejo al de Juan Latino en época romana el del comediógrafo libio Terencio, un esclavo manumitido porque, al parecer, sus distintos amos, entre ellos Escipión Emiliano y Gayo Lelio, terminaban enamorados de él (lo cuenta Suetonio), lo que no suele contarse porque las historias de la literatura siempre han sido extraordinariamente pacatas (tampoco se suele contar que Rosalía de Castro, Juan de Mariana o Eugenio de Ochoa entre otros eran hijos de curas (que suelen tener un estadísticamente alto, ejem, número de sobrinos, por cierto), o…; pero estábamos hablando de otra cosa. Decía que algunos esclavos eran manumitidos porque el sexo permitía una cierta aproximación sentimental a sus dueños, aunque eso no ocurría cuando se trataba de una mentalidad judeocristiana y así se sabe que el Conde de Villamediana sedujo (o violó) a uno de sus esclavos negros, y que lo mismo hizo el hijo natural manchego de Garcilaso de la Vega, Lorenzo Laso (un «raro» que terminó en América como poeta, asesino y ocultista, según se ha llegado a saber); en ambos casos, tanto unos como otros fueron ejecutados, aunque no por la Inquisición, que no tenía jurisdicción en esos casos (la aragonesa sí). Las relaciones sexuales con esclavas sí eran algo poco escondido y menos escandaloso, y a muchas negras, indias, mulatas o zambas esclavas o no terminaban por reportarles no ya la manumisión, sino incluso una cierta emancipación a través del reconocimiento de su numerosa prole (los millones de mestizos en distinto grado que hoy pueblan buena parte de Hispanoamérica. Por demás, sería interesante saber cuántos mulatos de castellano y catalán hay en Catalaña, o cuantos zambos de castellano y andaluz…
Seguramente fue Quevedo el escritor más racista de nuestras letras; mencionaré solo su romance Boda de negros, en que dos esclavos se casan, pero escribió un panfleto antisemita titulado La isla de los monopantos, que solo recientemente ha sido hallado, aunque pasajes del mismo ya se encontraban en otras obras. En el Museo Arqueológico Nacional se ve una lápida judía hallada en España que es ya del siglo II y testimonia la presencia ya entonces de la diáspora judía en Sefarad (sin hablar de las mucho más arcaicas colonias púnicas costeras). La sociedad española ya era ferozmente antisemita desde que el godo Sisebuto expulsara a los judíos en 612 y el godo manchego «San» Julián los comparara a animales y aconsejara al rey Ervigio que les cortara las lenguas; casi todos los reyes godos legislaron en su contra, y tras el asesinato de Pedro I los Trastámaras empezaron a revivir esta política que culminó en 1491 con el proceso manchego del Santo Niño de La Guardia y por fin con la Expulsión en 1492, aunque aún siguió cebándose con los conversos por medio de los estatutos de limpieza de sangre que introdujo el arzobispo de Toledo Juan Martínez Guijarro o Silíceo (más duro que el ídem). Fue tremendo, por cierto, el pogrom de Ciudad Real y la represión de su Inquisición contra los criptojudaizantes que ha narrado Haim Beinhart y antes que él Fidel Fita): en sus trabajos se leen los nombres de unos ciudarrealeños cuya descendencia es hoy solo polvo y ceniza sobre la tierra. Por cierto que la Hidra contemporánea que hay en la bóveda central de la iglesia de Santiago y su curioso efecto óptico, malogrado en parte por la torpe restauración que ha clausurado el arco de una ventana, debe interpretarse en ciertos aspectos según esa masacre, como ya expuse en uno de los primeros ensayos que escribí (continuará)
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Ángel Romera
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D. Ángel, su artículo confirma la excepción a la regla. La muy conocida frase «nunca segundas partes fueron buenas», se convierte, en esta ocasión, en «a veces, segundas partes son bonísimas». Enhorabuena.
Si me permite el atrevimiento, quisiera añadir algunas curiosidades históricas sobre los personajes que usted indica.
En primer lugar, se especula con que el móvil que impulsó al anónimo autor a componer el otro ‘Quijote’ fue, principalmente, la venganza. El autor del ‘Quijote’ contrahecho lo tenemos ante la vista y no lo ven ni los más linces.
Para mí, el candidato perfecto del ‘Quijote’ apócrifo es D. Pedro Liñán de Riaza que se escondía bajo el seudónimo del Licenciado Alonso Fernández de Avellaneda. Si se encontrase el manuscrito original de Avellaneda, podría cotejarse caligráficamente y sería ésta la prueba de fuego que pondría fin a uno de los mayores arcanos de la literatura universal.
En segundo lugar, con relación a Diego Galán de Escobar, sabemos que fue capturado por unos piratas argelinos cuando tenía 14 años y logró retornar a Toledo a los 25 años de edad, tras once años de pericia y sufrimiento. Diego Galán de Escobar sabía mirar al mundo con curiosidad y asombro. Fue enterrado en Toledo, en la Magdalena, el 5 de junio de 1648, por ser año de pestilencia y no caber los cuerpos en la Iglesia de Santa Justa.
En tercer lugar, la biografía de Juan Latino, vendido en Sevilla a la poderosa familia Fernández de Córdova (los herederos del Gran Capitán), aparte de representar un maravilloso ejemplo de superación personal por la vía del estudio y apego al saber, es un ejemplo de integración en la España del siglo XVI. Su amigo y admirador, D. Gonzalo Fernández de Córdova, decía de él que era ‘rara avis in terra’.
De nuevo, D. Ángel, enhorabuena por esta segunda parte de su artículo y quedamos a la espera de su continuación….
Ben trovato