Manuel Cabezas Velasco.- La vida en la torre del heresiarca transcurría, no sin dificultades relacionadas con la profesión de la fe mosaica, de forma calmada. Sancho de Ciudad continuaba con sus diversas tareas profesionales, como el arrendamiento de alcabalas y la explotación de sus viñedos, amén de ser un pilar cada vez más fundamental de su comunidad.
Las gestiones con sus socios almagreños tenían a un nuevo hombre de confianza que hacía de correveidile: el joven Juanillo. Aunque el muchacho era muy avispado, sus cometidos se circunscribían más a informar y trasladar a ambos lados los documentos que le encargaban los cuatro miembros de la sociedad: Sancho y Juan de Ciudad, Diego de Villarreal y Rodrigo de Oviedo.
Sin embargo, el interés de Juanillo en visitar las tierras de la villa de Almagro iba más allá de los negocios de sus señores: estaba enamorado de la joven Cristina, criada de Juan Falcón, suegro a su vez de Diego de Villarreal. La muchacha, en las ausencias de su amo, a veces pasaba temporadas ayudando en casa de don Diego, de ahí que el criado no pusiese impedimento alguno para ir con cierta frecuencia a la villa calatrava.
– ¡Recuerda, por tu vida, Juanillo que estos documentos no deben caer en manos extrañas que no sean las de don Diego y don Rodrigo! – el amo le advertía de la importancia de las pertenencias que le confiaba al joven.
Empero, el colectivo de conversos existente en Ciudad Real iba más allá del papel representado por Sancho de Ciudad. Era habitual que, en sus reuniones de oración en la torre del homónimo, hiciesen acto de presencia personajes importantes de su comunidad.
Sin embargo, tras el regreso de don Sancho, la tranquilidad de la vida de los conversos se había complicado. El origen de esa difícil situación se hallaba en la guerra civil declarada entre los partidarios de la conocida como «La Beltraneja» y los que aspiraban a arrebatar el poder a la línea sucesoria del rey Enrique IV, el ya recién estrenado matrimonio de Isabel y Fernando, habiendo propiciado bandos irreconciliables que condicionarían el devenir de los judeoconversos existentes en Ciudad Real. Además, la diferenciación que se había establecido desde años atrás entre los cristianos y los judíos quedaba puesta de manifiesto en la propia vestimenta, siendo claramente identificados los no cristianos al estar marcados con una tela de paño rojo situada en el pecho o en los hombros. Así ponía de manifiesto la realidad de una sociedad dividida por las creencias religiosas, algo muy diferente de la convivencia intercultural que el mosaico de gentes mostraba a lo largo y ancho de la ciudad.
De esta manera, aunque la inercia les pedía creer en los nuevos aspirantes, el bando de la infanta Isabel, dada la menor confianza que ya había finalmente depositado el rey Enrique en su comunidad, el pasado ya no era fácil de borrar. Habían pertenecido al bando opositor y los enemigos acérrimos de la comunidad conversa se encargarían de recordarlo. No sólo serían Sancho y sus correligionarios los afectados, sino también los que habían encabezado el partido liderado por el entonces maestre de Calatrava, don Pedro Girón, el de Santiago, don Juan Pacheco, hermano del anterior y por entonces marqués de Villena, y el tío de ambos, el arzobispo de Toledo, don Alfonso Carrillo de Albornoz. En el entorno calatravo se encontraban además varias familias almagreñas, dos de las cuales eran, a su vez, vecinas: los Villarreal y los Oviedo, los cuales gozaban de la amistad de Sancho de Ciudad, entre otros conversos ciudadrealeños.
El encontrarse en el bando perdedor a comienzos de la década de 1470, hacía la situación más difícil por la pujanza en Castilla que mostraba el bando de los ya casados Isabel y Fernando.
La lealtad a la Corona de Ciudad Real le llevaba a estar cercada continuamente por la Orden de Calatrava, no sólo con el anterior Maestre don Pedro Girón sino ya con don Rodrigo Téllez, el cual comenzaría un especial asedio y conquista de la ciudad que causaría víctimas tanto en las tropas realistas como en sus partidarios. Así, el grupo judeoconverso se hallaría nuevamente en el ojo del huracán, despertando no ya sólo envidias por el poder económico del que gozaban sino también animadversión por mostrar cierta tibieza a la hora de expresar su fe cristiana, o más bien por continuar manifestando su creencia en la fe mosaica aunque tratasen de ocultarlo. Ejemplo de ello era el gran amigo de Sancho, Juan González Pintado, que aún gozaba de un papel importante en la comunidad hebraica, aunque no fuese tan fervoroso como su amigo, sino que maquillaba su vida diaria con diversas manifestaciones de fe cristiana, a pesar de su progresivo alejamiento de la misma. Además, también había formado parte del bando rebelde, e igualmente gozaba de grandes enemigos entre los regidores cristianos.
Mientras tanto, Juanillo, en su travesía hacia su destino más deseado – la juguetona Cristina –, asumía a veces más riesgos de los necesarios en el trayecto a Almagro al tener tal motivación extra, lo que no hubiese ocurrido en caso de no tenerla. Prueba de ello era que, en alguno de sus retornos, llegaba magullado tras haber tenido algún traspiés. Sin embargo, en su memoria siempre resonaban las palabras de su amo – ¡recuerda, por tu vida! –, lo que le llenaba aún más de orgullo al ver la confianza que don Sancho había depositado en él.
El muchacho, hábil pese a su corta edad, cumplía con los cometidos asignados, y enseguida se encontraba de regreso a casa de su amo con cualquier noticia de sus amigos. Al llegar, quienes le recibían empezaban a notar algunos cambios en su comportamiento. Se le notaba más contento de lo habitual. En las tareas que realizaba en casa tenía la mirada perdida en no se sabe qué horizonte. La ama María se dio cuenta de la situación, a sabiendas de que cualquier despiste del muchacho podía costarle muy caro a su propio marido y decidió averiguar qué pasaba.
– ¡Juanillo, necesito que me acompañes al mercado para traer los bultos más pesados! – se dirigió tiernamente al muchacho.
– ¡Como usted mande,… señora, no faltaría más! – respondió titubeante el joven a la par que sorprendido por tan inesperada petición.
– ¡Si ya has acabado con tus tareas, no se hable más entonces, nos vamos! – respondió presurosa la señora de la casa.
– ¡Cuando guste, doña María! – respondió Juanillo.
Ambos atravesaron el umbral de la torre de Sancho de Ciudad en dirección al mercado, y cuando la casa de don Sancho ya no estaba a la vista, doña María preguntaría intrigada a su criado, mientras los ojos del muchacho se distraían en el trayecto al ver a los cuchilleros.
Próximos estaban a la plaza donde se encontraba la conocida alcaicería o alcaná de San Antonio, frente a la que se encontraba la calle de los Caballeros. En tan animado lugar una dama de la posición de doña María Díaz podía entretenerse y deleitarse disfrutando de los paños, brocados o platerías y otras mercancías del Oriente que en las tiendas mostraban en la Alcaicería, como podría ser el caso de la que daba a la calle de Correhería perteneciente a Alvar Díaz, el lencero, casado con la sobrina de Sancho de Ciudad. Antes de encontrar tanto bullicio que pudiese distraer de su principal objetivo y con la discreción de la que siempre hacía gala la dama, se dirigió a su joven acompañante:
– Juanillo, ¿qué te ocurre últimamente que estás muy distraído? ¿acaso hay algo o alguien que te perturbe o no te deja dormir?
– ¡Sí, señora, tengo un motivo, aunque aún no sé cómo explicarlo y si es lugar y momento propicios! – respondió de forma directa el muchacho, al darse cuenta de las verdaderas intenciones de su señora para que fuese su compañero de travesía hacia el mercado decidió sincerarse. ¡Hay una moza… de la que me he encariñado, aunque no sé lo que ella piensa de mí!
– ¡Entiendo, muchacho! ¿Y la joven, por casualidad, vive en Almagro o aquí en nuestra ciudad? – continuó el interrogatorio doña María.
– ¡Ambas cosas, mi señora! ¡A veces, se encuentra con su amo en nuestra ciudad, en otras se halla ayudando en casa del señor don Diego! – respondía sincero Juanillo.
– ¡Acabáramos, la muchacha es la hermosa Cristina, la criada de Juan Falcón! ¡Ya entiendo tus desvelos! ¡Me alegro muchacho, espero que seas correspondido! ¡Te guardaré el secreto, aunque debes comprometerte a estar más atento en las tareas de la casa! ¡Ya pensaremos cómo puedes ver a Cristina con más frecuencia! – a pesar de la dual respuesta, por la grata noticia, la señora no podía estar más dichosa.
Tras las compras realizadas – algunas más de lo habitual para justificar la compañía tan fornida –, regresaron ambos en dirección a la torre de don Sancho, aunque siempre interrumpidos en su trayecto por los saludos de aquellos conversos que tenían en tan alta estima a la familia de los De Ciudad. Mientras los pensamientos del joven iban destinados a aquella que hacía que su corazón latiese con más fuerza.
– ¡Buenos días, doña María! – era el saludo más frecuente que encontraba a su paso la tan estimada señora.
Esta fama de don Sancho y su familia era, por todos conocida, pero junto a la figura del heresiarca, fiel a la ley mosaica, destacaba – e incluso superaba al mismo – dentro de su comunidad ciudadrealeña una mujer, que se había hecho acreedora de su relevancia casi a la altura del mismo, siendo también habitual su presencia en casa de don Sancho. Se llamaba María Díaz, más conocida por el sobrenombre de «la Cerera», cuya vida fue muy azarosa, como ocurriera con su contemporáneo. Ambos se conocían desde hacía tiempo y tenían plena confianza a la hora de tratar ciertas cuestiones que afectaban a sus compañeros de fe. María, uno de los miembros habituales que asistían a la torre de Sancho de Ciudad para cumplir los preceptos judaicos como cuando destinaban un tiempo a la oración, e incluso ansiaban volver a tierras turcas dirigiéndose a Constantinopla, tal como parecieron mostrarles las lluvias de meteoritos a modo de señal, era la mujer más destacada de la comunidad conversa y uno de sus miembros preeminentes. Esta mujer también sería uno de los miembros conversos que el joven Juanillo debía convocar a la casa de don Sancho a la hora de poner al corriente de los avatares de la comunidad en ausencia de su amo.
– ¡Buenos días, señora, mi amo don Sancho me envía para entregarle esta carta! – se dirigió respetuosamente el joven Juanillo a “La Cerera”.
– ¿Esperas respuesta inmediata o te respondo más tarde? – refirióse María Díaz al muchacho, tras leer por encima las letras de don Sancho.
– ¡No señora! ¡Todo está en la carta! – respondió el mozo.
– ¡Entonces dile a tu amo que en cuanto pueda le envío recado para concretar la visita! ¡Hasta pronto muchacho! – le indicó doña María.
Sin mediar palabra, Juanillo partió de la casa de la calle de Monteagudo el Viejo para regresar raudo a la de su amo e informarle de lo indicado por tan ilustre señora.
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La casa de la señora doña Juana, en tierras de Ixar, permanecía en silencio cuando penetraron las sombras de la noche. En el camastro de la habitación principal permanecía en soledad la viuda que había acogido a los jóvenes padres. Más adelante, en la habitación contigua se encontraban Cinta e Ismael. Ambos permanecían dormidos tras la intensa jornada de trabajo. En el regazo de la joven, se asentaba el futuro de ambos, su retoño. Habían tenido suerte con el niño. Apenas lloraba por la noche. La casa no sería incomodada hasta que los primeros rayos de la mañana penetrasen en los resquicios de los ventanucos y que algún gallo de un patio cercano iniciase su canto.