Manuel Cabezas Velasco.- Cuando el anochecer arropó con su manto a los tripulantes de la fusta, la grata noticia les sorprendió. La buena nueva había llegado de la mano de la joven Isabel, cuya discreción obedecía al tiempo que la ley mosaica prescribía que no debía ser anunciado el nuevo natalicio. Previamente la joven ya había confirmado su estado de preñez al mezclar el vino y su orina primera dándose el color claro que confirmaba los buenos augurios.
Sus padres, los Teva, estaban henchidos de gozo. El futuro padre, Juan de Ciudad, estuvo a punto de desmayarse ante tan grata sorpresa, aunque, una vez repuesto, su sonrisa iluminaba su dichoso rostro. Y los futuros abuelos paternos, Sancho de Ciudad y María Díaz, no podían más que estar orgullosos de la continuidad de su estirpe – y la necesaria redención de las almas nacidas que conllevaba la nueva progenitura – aunque también, mirándose ambos, recordaron los avatares a los que se enfrentarían, como ya les acaeciese a los jóvenes compañeros de travesía que les acompañaron hasta la ciudad de Valencia: Cinta e Ismael.
– ¡A mis brazos, muchacho, qué orgulloso estoy de ti! – se dirigió el heresiarca eufórico a su vástago estrechándole afectuosamente entre sus enormes brazos. A punto estuvo el joven Juan de quedarse sin respiración de la efusividad del futuro abuelo.
– ¡Hija mía, qué dichosos nos haces con esta grata noticia! – exclamó María Díaz a su nuera, recordando aún su labor de partera improvisada en el final del embarazo y el parto de la joven Cinta. Mientras tanto, los abuelos maternos asistían llenos de alegría a tan emotiva escena. En ese momento también se unieron a tan colectivo regocijo.
– ¡Un abrazo, Pedro, pues nuestra estirpe yaestá bendecida por un vástago! – dirigióse Sancho a su consuegro con enorme alegría, abrazándose aunque sin ser tan efusivo como con su hijo Juan, el futuro padre.
Con la celebración nocturna que no se haría esperar, aunque las viandas fueran escasas (¡había que racionarlas durante la travesía!), una de las primeras prescripciones o mitzvah que la Torah contenía se podría cumplir al fin: la perpetuación de la especie, de la familia de los De Ciudad y los Teva, gracias a la consumación del matrimonio de Juan e Isabel cristalizado en la futura llegada del nuevo ser. La noticia se extendió al resto de la tripulación, y todos mostraban una enorme sonrisa. Sin embargo, una sombra planeaba sobre el acontecer de los ocupantes de la embarcación. Lo que el futuro bebé tuviese que enfrentar, aún estaba por ver. Los que ya conocían las desventuras que habían propiciado su huida sí debían enfrentar hechos tangibles.
Las horas de la noche transcurrirían entre risas y chanzas. La comida escasearía para días posteriores, pero el momento de felicidad no dejaba pensar en ningún futuro, aciago o benéfico. Ya se sortearían las nuevas desventuras cuando la realidad estuviese en primer plano. Poco a poco, la algarabía fue disminuyendo. El cansancio se adueñó de los navegantes. La estrellada noche arropó los cuerpos dormidos del grupo de conversos huidos.
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Regresaba a casa la joven pareja de padres primerizos tras las arduas tareas realizadas tanto en la imprenta como en la cocina, respectivamente.
Ismael, una vez más, y haciendo honor a la confianza que en él había depositado el impresor Alantansi, había colaborado en todas las tareas que requiriesen su presencia, bien para ayudar a Ben David, o para realizar algún encargo de Zalmati, o simplemente para sustituir en algunas de las tareas que le asignaba Eliezer. El muchacho mostraba una gran predisposición para todo aquello que los socios de la imprenta le encomendaban, aunque todavía estaba adentrándose en un mundo que había conocido sólo como ayudante del librero que le llevó a viajar por tierras castellanas. Gracias a esos viajes y al afán de la joven por aprender a leer y tener algo de cultura, tendría la dicha de encontrar el amor y, no ha mucho tiempo atrás, verse colmada la condición de padre.
Por otro lado, Cinta se había ganado la confianza de la amiga de Mariam, Esther, con la cual había entablado una sincera amistad, haciéndose de confianza incluso para cuando la enviaba a realizar recados al mercado, a comprar frutas y hortalizas. El regadío era común en las tierras de Ixar, dada la influencia musulmana existente. Como recompensa por la ayuda prestada y los desvelos de la muchacha, la cocinera de vez en cuando le permitía que saliese y se dirigiese a casa de la señora Mariam para alimentar a su pequeño vástago.
– Cinta, hija mía, ¿qué haría yo sin ti? ¡Ahora que la cocina está en orden y que no te necesito para ningún recado, ve y alimenta a tu chiquillo que bien lo estará necesitando! – en agradecimiento a la ayuda recibida, Esther le permitía ciertas licencias a la joven madre.
– ¡Gracias, señora, enseguida regreso, sólo lo que tarde en amamantar a mi niño y vuelvo! – respondía agradecida la joven Cinta.
Para el aprovisionamiento de las cocinas, Cinta debía dirigirse a la plaza que suponía el corazón del barrio cristiano de Ixar, estando su mercado concedido desde finales del siglo XIII por el rey Jaime I de Aragón.
El regreso de la feliz pareja a la casa de la señora Mariam se vio coronado por la alegría que despertaba la imagen del niño del que eran padres. Allí andaba jugueteando con la anciana cuando ambos franquearon la puerta.
– ¡Hijo mío, que rico estás! ¡Ven con mamá! – se dirigió cariñosa la joven madre al que hace poco tiempo aún llevaba en sus entrañas.
– ¡Aquí me tenéis, es un no parar! ¡qué muchacho, qué vitalidad! – precisaba la señora la de casa ante el desparpajo que mostraba el bebé. La madre lo cogió en sus brazos y de forma tierna lo posó en su regazo y lo amamantó.
Poco después de la ingesta del retoño, sus ojos se cerraron. La tranquilidad regresó a la casa tras la dura jornada de los tres adultos. Se dispusieron a cenar en la modesta cocina y recordaron cómo había transcurrido el día. La alegría llenaba los rostros, la dicha había llenado las estancias de la vivienda. Todo parecía transcurrir en la mejor de las dichas. Las damas recogieron la cocina y poco a poco el cansancio se adueñó de sus cuerpos. El reposo se hizo necesario y todos decidieron irse a descansar.
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La reunión que transcurría en la torre de Sancho de Ciudad se había prolongado hasta la llegada de los primeros rayos de sol. Fue por entonces cuando ya decidieron que la situación por la que atravesaba la comunidad conversa hacía necesaria la toma de algunas medidas precautorias con las que se evitarían posibles denuncias de aquellos miembros envidiosos procedentes de los cristianos viejos, y más aún debían extremarlas con los pertenecientes a su propia comunidad, algunos de los cuales hacían un doble juego con el que garantizaban su supervivencia.
Sancho dio las gracias a sus amigos por su asistencia. También dio instrucciones a Juanillo para que les entregase sus respectivas vestimentas y demás enseres que habían traído. Quedarían pronto para una próxima cita, el momento y el lugar a convenir estaría en función de las circunstancias. Despidióse de ellos con un abrazo.
– ¡Hasta pronto, Sancho! ¡Adiós, Juan! – se despidieron al unísono tanto Diego de Villarreal como Rodrigo de Oviedo de los residentes de la torre.
– ¡Gracias por todo y hasta pronto! – respondió Sancho.
– ¡Feliz regreso! – respondió Juan.
Juanillo en ese momento les esperaba en el umbral del acceso al zaguán donde tenía las pertenecientes respectivas de ambos visitantes. Entregóselas a don Diego y a don Rodrigo, despidiéndose de ellos.
– ¡Gracias muchacho! – ambos le dijeron al joven. Entonces fue cuando de uno en uno franquearon el umbral de la puerta de la morada de Sancho, dirigiéndose hacia destinos diferentes. Diego pasaría por casa de su suegro, para recabar más noticias de la comunidad, aunque teniendo en cuenta de no encontrarse con aquel que no era digno de confianza, Fernán Falcón. Rodrigo regresaría a su casa en Almagro, pues aún tenía pendientes algunas tareas que le había encomendado el Maestre calatravo.
Tras salir de la casa de su amigo, ambos se despidieron con un leve gesto, pues ya eran las primeras horas del día y las gentes de la ciudad comenzaban a transitar por las calles de la extinta judería ciudadrealeña.