Manuel Cabezas Velasco.- En su retina aún albergaba Sancho las calles y callejas que había surcado en el regreso a casa. La fisonomía de su ciudad, de la collación de San Pedro, aún la tenía presente hasta atravesar la puerta de la Torre de Sancho de Ciudad: las huertas que se hallaban hasta cerca de la muralla, las calles de Barrera, Peña y Tercia no le eran ajenas.Y, por supuesto, las calles del Lirio y de la Judería habían sido transitadas por él en numerosísimas ocasiones. También recordaba sus salidas al campo, cuando marchaba a buscar algo de soledad entre sus viñas, entre las tierras en las que cultivaba grano o aquellas que tenía en arriendo. A veces, cualquier precaución era poca y la rigurosa creencia en la ley mosaica requería estar alejado de los ojos y los oídos de los cristianos viejos. El Batanejo había sido algunas veces uno de los lugares elegidos por Sancho para sus oraciones, aunque también se alejase a otros destinos, incluso cuando se recluía en su propia torre donde también gestionaba sus actividades a modo de despacho.
Aunque los relatos de Sancho al grupo de familiares y amigos que habían asistido a su retorno eran prolijos en detalles, estos estaban llegando a su fin. El cansancio hacía mella en todos los presentes. La madrugada avanzaba y, paulatinamente, fueron retirándose a sus respectivas dependencias.
– ¡Te dejo descansar, querido amigo, mañana seguimos hablando y te pongo al corriente de cómo están las cosas! – le dijo en su despedida Diego de Villarreal a Sancho, yéndose a la vecina casa de su suegro Juan Falcón.
Poco tiempo después, todos habían optado por un merecido descanso. La casa ubicada en la torre de Sancho de Ciudad permanecería en calma durante unas horas.
Sancho, ya en su estancia, estaba junto a su amada María. Ella permanecía dormida mientras él no paraba de recordar los últimos acontecimientos. Necesitaba retomar su vida, volver a vivir en su ciudad, recordar sus espacios, sus gentes, sus días y sus noches. La noche aún no terminaba, aún quedaba algún tiempo para que los primeros rayos de sol asomasen. La charla con Diego le pondría al tanto de la situación. También estaría su hijo Juan. Aún recordaba la ayuda prestada por Rodrigo. Entonces, su actividad cerebral dejó de rememorar hechos. El señor de la casa cayó en su profundo sueño.
Las horas fueron transcurriendo en la oscura noche. Llegando el alba los primeros rayos de sol asomaban. La rutina diaria comenzaba en Ciudad Real. Unos antes, otros después, fueron despertando paulatinamente. En la estancia de Sancho y María aún la penumbra era la dueña. De pronto los ojos de María se abrieron. Ella miró hacia su amado y vio que se encontraba despierto, mostrando una faz serena coronada con una enorme sonrisa.
– Buenos días, amada mía, ¿has dormido bien? – inquirió el heresiarca a su esposa.
– Así es, mi fiel compañero, hacía mucho tiempo que no gozaba de una noche tan calmada, ajena al desasosiego. ¡Siempre estaré orgullosa de ti! ¿Lo sabes? – respondió María.
– Aún recuerdo el día después de la noche en que yacimos juntos por primera vez, tras haber contraído matrimonio, aunque me horrorizaba perderte después por seguir los tratados de la Niddah. Hoy, de nuevo, veo esa cara tan feliz, y me alegro de que sea yo la causa – recordaba Sancho la dicha de tener a María como fiel compañera.
– ¡Por favor, querido, mi padre siempre te tuvo en gran estima y confió su hija a alguien que amaba y respetaba!. ¡Mi gozo, aunque en la vida hayamos tenido algunos sobresaltos, comenzó el día que te conocí! ¡Nunca podré olvidar ese gesto serio y maduro que aún no has perdido, aunque entonces eras aún un jovenzuelo que de vez en cuanto hacía travesuras! ¡Cuánto me recuerda Juan a aquel niño que conocí! – respondía la dama orgullosa de haber emprendido el camino de la vida con el ser que era el centro de su existencia.
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Ismael se dirijía al comienzo de una nueva vida. En Híjar, la imprenta de Zalmati y Alantasi era de gran renombre. El mercader Zalmati, tras su huida de las tierras levantinas, había encontrado la protección del Duque de Híjar, población en la que su comunidad judía gozaba de gran desarrollo y de una importante actividad cultural. Sin embargo, la persona con la que tendría que hablar el joven era con Alantasi, de nombre Eliezer, conocido como “El Toledano”. Llegó Ismael a la imprenta y encontró a un hombre fornido enfrascado en estampaciones para libros. Era la persona idónea para el joven, pero él aún no lo sabía.
– ¡Buuueenos días, señor! – saludó con timidez el joven. Pregunto por el señor Alantasi, ¿me podría decir dónde lo puedo encontrar? – dirigióse al hombre que aún permanecía de espaldas.
– ¡Buenos días muchacho! ¡No tienes más que preguntar, soy Eliezer ben Abraham Alantasi! ¡Supongo que eres el muchacho que me recomendó Mariam! ¡Veo que no se equivocaba! ¡Acerca aquella banqueta y te pongo al corriente! – respondió acogedor el mercader y estampador de aquella imprenta. Siempre había mostrado cierta preferencia por aquella gente que tenía necesidad de cambiar de aires. El no era desconocedor de ese tipo de situaciones, pues aunque era de Huesca, procedía de una familia judía en la que su padre había sido notario de la aljama oscense décadas atrás. En la población de Híjar pareció encontrar una nueva vida, acogido por unos parientes, destino al que le envió su padre para alejarse de un escándalo en sus tiempos mozos.
– ¡Disculpe mi torpeza, señor! ¡Como bien ha referido, estoy aquí gracias a la señora Juana – Mariam, como usted señala –, la cual me envió a preguntar por el señor Zalmati y por usted! ¡Estoy agradecido por la gran acogida de la señora y de la oportunidad que usted me da! – respondió más sereno el joven.
– ¡No te preocupes muchacho, pues Mariam es una gran amiga desde hace años! Además, me dijo que tenías unos papeles de algún fiel de la ley mosaica, que para ti serían comprometedores. ¡Me los puedes mostrar con plena confianza, pues yo también soy judaizante! – puso al corriente el estampador al joven de que conocíamos los entresijos de su situación.
– ¡Gracias, señor, no sabía qué hacer! ¡Aquí los llevo, aunque hice una promesa y no me gustaría perderlos! – extendiendo su mano le mostró aquel texto que comenzaba: “Quedaban ya lejos aquellas pardas llanuras de la meseta castellana…”.
– ¡Veo que Mariam ha acertado contigo! Estos papeles te los dio un importante prohombre de la comunidad conversa de Ciudad Real, el conocido heresiarca Sancho de Ciudad. Mi padre conoció a un tal Juan Ciudad en una ocasión con motivo de su circuncisión, no sé si tendrían alguna relación. ¡Debes poner estos documentos a buen recaudo, muchacho! ¡Cuando vayas aprendiendo el oficio, haremos justicia con el hombre que te los confió y le daremos el merecido homenaje! – le señaló Eliezer el Toledano.
– ¡Os lo agradezco grandemente, señor! ¡Espero ser digno de su confianza y ayudarle en todo lo que pueda! – mostrando humildemente su presteza y su gratitud.
– ¡No te preocupes, muchacho! Por cierto, ¿cuál es tu nombre?, ¡qué cabeza la mía! ¡Prefiero saber con quién estoy hablando! – recordó el lapsus de no hacer la presentación oportuna.
– ¡Ismael, señor Alantasi! – respondió el joven.
– ¡Bien, Ismael, a mí sencillamente me llamas Eliezer o Abraham, pues así me conocen todos, lo de señor… se lo dejamos al Duque! – contestó El Toledano.