Manuel Cabezas Velasco.- Un nuevo día surcando las aguas del Mediterráneo estaba a punto de llegar a su atardecer. Las conversaciones entre los tripulantes se sucedían. Los recuerdos estaban teñidos de añoranza, algunos despertaban más pesar que otros. Aún quedaban varias jornadas para que la tierra se pusiese bajo sus pies.
– ¡Amado mío, cuánto te quiero! ¿Acaso nos merecemos tanta tribulación? ¿Nuestra estirpe debe seguir sufriendo? ¡Necesito saber qué futuro nos espera! – entre triste y nerviosa, María Díaz se dirigía a su amado esposo, inquiriéndole con añoranza y gran pena las dudas que le asaltaban ante la travesía que no mostraba ningún avance.
– ¡Mujer, no pienses así! ¡No tengo todas las soluciones y sólo puedo decirte que seguiremos avanzando hasta poder encontrar un lugar seguro donde profesar nuestra propia fe, sin necesidad de escondernos ni tener que disimular ante nuestros propios vecinos! Recuerdo aún cómo a Juan Falcón, el que llamaban “el Viejo”, que residía próximo a nuestra casa, le salió un hijo un poco lenguaraz y poco de fiar, ese que llamaban Fernán. ¡Y no es lo único de lo que debemos protegernos, pues es imprescindible que nosotros estemos a salvo… aunque también pienso en la familia que dejamos atrás y espero volverla a ver pronto! ¡Debes quedarte tranquila, pues ellos también lucharán como nosotros! – siendo pragmático, Sancho trató de serenar a su querida esposa, aún a sabiendas que el futuro que tenían ante sí no pintaba demasiado bien.
– ¡Gracias Sancho, siempre serás el timón de mi vida, aunque no dejarás de ser duro, no podré tener mejor tabla de salvación que tú cuando las dificultades sean aún mayores! – respondió agradecida María a su esposo.
– ¡Ya sabes que, desde aquel día que te vi, nuestros caminos quedaron unidos para siempre, más aún desde nuestro azaroso casamiento en tiempos que eran difíciles para los que debíamos proteger nuestra fe a la par que nuestra vida. Nuestro rumbo, desde ese momento, empezó a ser uno solo, al igual que nuestra suerte! – sentenció Sancho recordando el compromiso de vida adquirido con María.
Los últimos rayos de sol daban fin a una nueva jornada en la travesía del grupo de judeoconversos. Apartados habían quedado Sancho y María, guardando cierta intimidad, mientras los restantes trataban de seguir conversando, los jóvenes Juan e Isabel y los padres de ésta.
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La señora doña Juana había traído la buena nueva a los jóvenes padres. Parecía que en su huida comenzaban a ir las cosas mejor. Aún su situación no estaba exenta de peligros, pues el niño que había nacido no era conocido en la población hijarana, y en cuanto se supiera de su existencia las gentes del lugar preguntarían si estaba bautizado y desde cuándo llevaban casados la joven pareja. Esto no era posible darlo a conocer, pues aún Cinta tenía a su propio esposo, del que no tenía noticias desde su huida. El soldado Alfonso García seguía muy ocupado integrando las huestes de la reina Isabel, que tan atareada estaba con las disputas sucesorias con su sobrina Juana. Además, Cinta había dado a luz un hermoso bebé teniendo una relación extramarital y, en los tiempos que corrían, hacía que la joven pareja no estuviera exenta de grandes peligros.
– ¡Recuerda, muchacho, que antes de ir a la imprenta, debes pasar cerca de la sinagoga y preguntar por el Rabí, que tiene su casa próxima, para que él te acompañe al castillo y te presente al Duque, si es necesario, y al impresor para que te explique qué debes hacer! – le indicó la señora Mariam a Ismael para que tuviese alguien de confianza para ser presentado de la mejor manera.
El mundo en el que Ismael iba a entrar no le era desconocido, pues el tacto de los libros no le era indiferente. Sin embargo, la grafía que llegaría a conocer estaría más cerca de los textos que tiempo atrás le confiase el heresiarca Sancho de Ciudad. Híjar era conocida por su tradición artesana en encuadernaciones y pergaminos. De su imprenta judía surgieron obras religiosas hebreas que realzaban la importancia de sus talleres. Era una población de pocos habitantes, mas en todo Aragón había pocas que la igualaran.
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Era una noche oscura, con escasa luz en el firmamento, idónea para pasar desapercibido entre sombras. Doblando la esquina, Sancho se encaminó, acompañado de Diego, a su casa de la torre de su propio nombre. En el marco de una ventana, asomado con una pequeña luminaria se encontraba su hijo Juan, a la espera de su llegada. El continuador de la estirpe les dio una señal para que se apresurasen y se encaminó a la puerta para darles paso.
– ¡Hijo mío, cuanto te eché de menos por tierras toledanas! – le expresó el siempre adusto Sancho al primogénito de su prole. De inmediato de fundieron en su abrazo. En ese instante, la luz de una vela se acercó sigilosamente mostrando el rostro de su amada María.
– ¡Amor mío, cuánto te eché de menos, qué tiempo tan largo de espera…! – Sancho no dejó hablar más a su esposa y la acalló con un apasionado ósculo.
Las lágrimas llenaron los rostros de los presentes al contemplar el regreso del cabeza de familia. Sancho no pudo resistir tanta ternura y también mostró cierta humanidad. Alguna pequeña lágrima enjugó su rostro. Después todos se recogieron a estancias más interiores para seguir conociendo las aventuras y desventuras del heresiarca.