El 24 de noviembre de 2016, en una reunión del consejo editorial de Almud ediciones, Alfonso González-Calero su director editorial, al darnos anticipo de las próximas publicaciones del 2017, nos sorprendió, o al menos a mí, al anunciar la publicación de su Poemario Ida y vuelta. De igual forma que me ha sorprendido leer el 20 de abril de 2017, un poema repescado del mar tibio de los días idos, procedente como un pecio del 18 de abril de 1985. Un descubrimiento.
Ni más ni menos que treinta y dos años de espera, como la gota de plomo que hierve en mi corazón, de Gimferrer que abre el movimiento lento de treinta años de escritura. Para captar, además, uno oxímoron de Alfonso en el primer poema de su Cuaderno rosa que denomina Para dudar que vivo. ¿Cómo si no dudar de la humedad como el fuego?
Y digo que me sorprendió, porque pese a los años que llevamos juntos y que hemos compartido sobre muchos asuntos y cuestiones, la faceta poética entre sus quehaceres habituales quedaba velada y aparcada. Alfonso siempre había aparecido como periodista, como editor, como animador cultural, como coordinador de obras colectivas y como responsable de proyectos culturales variados, que tenían en común el nexo entre la Cultura y la región de nuestros pesares, con Castilla-La Mancha.
Se y he sabido de la afición de Alfonso por la poesía, de la que es un buen lector y un lector habitual de esos libros sagrados. Como muestra en esos capitulares o encabezamientos de sus poemas, que abre con citas de poetas de cabecera y por él queridos; aunque sé que omite a otros tantos que pudieran dormir en esos titulares de los pliegos escritos. Pero ese Mundo interior al que aludo en estas líneas, quedaba preservado y circunscrito a un ámbito muy privado, tan privado como desconocido resultaba. Es habitual entre los poetas en ejercicio y abundancia, la propalaciónexcesiva de sus estros y metros, donde se une cierto exhibicionismo y algún narcisismo de clavel y laurel. Cosas inhabituales en Alfonso, por lo que la lógica de la sorpresa venía precedida de una larga ocultación, que ahora se rebosa o se colmata, y por ello cae el velo y nos da a conocer ese mundo interior, de arrebatos y miedos, de esperas y de sospechas veraniegas.
Sospecho por otra parte que lo que Alfonso nos ofrece con su trabajo Ida y vuelta no es tanto un Poemario al uso, concebido de forma unitaria y globalizada cual proyecto poético personal, cuanto un Diario poético, como reconoce Pepe Corredor Matheos en su presentación. Reconocimiento del asunto que incluso llega a denominar Versos de un diario, que no es lo mismo que un diario verificado.
Y ello salta a la vista en la oferta del libro que comentamos: tres cuadernos (Cuaderno rosa, Cuaderno blanco trece y Cuaderno de madrugadas) y tres cuadros (Sin paisaje, Un verano se abre y Carácter y destino) para un total de 71 poemas de diversa entidad elaborados durante treinta años, que aparecen minuciosamente anotados en su procedencia temporal y espacial. Como si Alfonso quisiera dejar cuenta y rastro de su paso por esos enclaves, que esa es la función nuclear y básica de un Diario: dejara constancia de los días, anotar para retener el tiempo y aprovechar la captura del momento para reflexionar sobre las inquietudes, certezas y miedos.
Aunque por lo visto y escrito por Alfonso, el carácter de Ida y vuelta, se aleje del Diario, al alterar seriamente la cronología, cosa que un Diario por antonomasia no puede, o no debe permitirse. Así hay periodos de silencio entre mayo de 1988 y julio de 1991, que no producen ningún registro, ninguna anotación, ningún poema, ningún haiku. Circunstancia que se repite en el tránsito entre el final del Cuaderno rosa en agosto de 1995 y el comienzo del Cuaderno blanco en agosto de 2002. De igual forma que hay periodos temporales que participan de un imposible de varios cuadernos, como ocurre con el lapso de tiempo de 2000 a 2003, que se captura en Cuaderno blanco trece, en Cuaderno de madrugadas y en Sin paisaje. Circunstancias todas ellas, que formulan la discontinuidad del tiempo poético, de su impulso creativo y de su propia naturaleza discontinua. Como si ese impulso y esa naturaleza, se rigieran más por el Instinto que por el Conocimiento, más por el Fulgor que por el Proyecto.
Aunque esas secuencialidades del tiempo poético y de su discurrir, no impidan la duplicidad poemática del 20 de agosto en Bargas en el Cuaderno blanco trece, o el doble registro del 5 de septiembre de 2002 en Madrid en el Cuaderno de madrugadas, como fuera y ocurriera en la anterior ocasión del 29 de enero de 1994 en Madrid en el Cuaderno rosa. Dando a entender con ello la provisionalidad de la escritura poética que se ausenta por temporadas y que se adensa en días visibles y necesarios. Y ese es un misterio de difícil respuesta, como ya anotara Félix Grande a propósito del abandono de la escritura poética por falta de impulso.
Aunque el salto temporal existente entre Sin paisaje (2000-2004) y Un verano se abre (2014), no sea menor y transcurran entre unos y otros registros poéticos diez años: del 10 de julio de 2004 al 12 de agosto de 2014. Espacios de silencio o cimas de placidez que acaban por alejar la ceremonia de la anotación y la reflexión de la escritura. Haciendo ver, además, que la escritura poética no está regida por planes o programas, y se mueve en buena medida al compás del viento. No sé si del viento de la historia o del viento del estudio doméstico.
Y es que en Alfonso pesan más los estados emocionales propios que los estados sociales; como si el motor de su escritura fuera su temperatura vital antes que un proceso electoral muy ajustado; la caída del cabello antes que la caída del caballo del líder o la caída del Muro de Berlín; lo privado tozudo antes que lo público prescindible. No hay, por ello, apenas visibilidad de la historia exterior del cuerpo social y de la máquina de hielo de la historia. Si se hubieran omitido las fechas de los poemas y otros registros laterales, estaríamos igualmente en el siglo XVIII, en plena campiña del Valle de Alcudia-Los Pedroches o en un llanazo verdinegro cerca de Bargas.
Todo ello además, nos permite observar un proceso de esencialidad de la escritura de largo recorrido o de una síntesis extrema en las notas capturadas, a medida que el tiempo pasa durante esos aludidos treinta años. Sin saber qué ocurrió en los cuarenta cuatro años previos a la eclosión poética; aunque se preocupe de reflejar esa madurez sin precocidad literaria (página 46), comparada con Kafka el tuberculoso. Aunque luego asuma en el remate final de Carácter y destino que “vengo de un silencio”.
Como si Alfonso sabedor del precio de la brevedad, caminara por una ascesis de esa escritura que ya era oculta y que ahora, y en esos años breves, se afanara por adelgazar, por transparentar y por desaparecer más aún. De aquí el gusto y el uso por formas breves y abreviadas de tres o cuatro versos, no más, que aletean y se clavan como un dardo en la diana, como un mirlo en el azul del cielo o como el eco cristalino de un Haikú.
Amarga, corta, daña, hiere, roe
Revuelve el blanco poso del recuerdo
Como un cuchillo hiende la conciencia
Y su sangre cae espesa, sobre el cuenco vacío
O la pieza del Cuaderno de madrugadas, que casi retoma jugando, una máxima del arquitecto alemán Mies van der Rohe, “Menos es más”:
Mucho es poco
La abundante nada
Cierra mis ojos
Si el Cuaderno rosa, que transcurre entre los diez primeros años del recuento (1985-1995) se articula en 42 poemas de diferente formato y de diferente entidad, ese proceso de escritura y de meditación se irá decantando progresivamente, hasta quedar reducido a la extraña brevedad del anual texto Carácter y destino (2015), con sólo dos poemas y con la plenitud del silencio. Y eso que Alfonso, con Raimon, avisa que “viene de un silencio”. Y al que puede llegarse, como forma soberana y superior de la expresión escrita. Como forma superior del tiempo disminuido.
Periferia sentimental
José Rivero
Cuánto debe la cultura en Castilla-La Mancha a Alfonso González Calero. No nos lo merecemos.