Manuel Cabezas Velasco.- El regreso de Sancho a Ciudad Real estuvo lleno de cautela antes de reencontrarse con su familia. Primero trataría de buscar a aquellos que habían resultado de inestimable ayuda para no caer en las garras de sus perseguidores. Sus amigos Diego de Villarreal y Rodrigo de Oviedo eran el objetivo. Para ello debía encaminarse a Almagro. En dicha villa, las respectivas familias gozaban de gran protección tanto de la comunidad hebraica como de la Orden de Calatrava. Eran tiempos en los que toda precaución era poca y los riesgos a asumir debían ser los mínimos posibles.
Aunque Diego había sido su socio principal en el arrendamiento de alcabalas y tercias desde hace mucho tiempo, el primer paso que quiso dar Sancho era el de encontrarse con Rodrigo. El de los Oviedo era no sólo su socio sino criado del Maestre, sin cuya protección la comunidad judeoconversa corría serio peligro de caer en las manos y las espadas de los cristianos viejos, aquellos que eran conocidos como lindos.
El deseo de Sancho de volver a estar con los suyos era muy fuerte, mas los tiempos de traiciones hasta de los más cercanos hacían imperiosa la prudencia en su regreso.
Los vínculos de Sancho con Diego ya venían de cuando el de Almagro – estrechamente emparentado con los Pisa – pasaba algunas temporadas en una casa vecina a la de Sancho, perteneciente a su suegro, Juan Falcón el Viejo. Este último había huido de Ciudad Real tiempo atrás.
Aprovechando esa cercanía, cuando trataban ciertos temas en relación al arrendamiento de alcabalas, acababan reuniéndose en la torre de Sancho que también hacía funciones de despacho. En esas reuniones, también estaba presente su hijo, Juan de Ciudad, y, más tarde, también se incorporaría Rodrigo de Oviedo.
Este último era el objetivo principal de Sancho con objeto de hacer su retorno más seguro.
El de Oviedo, que era conocido por el apelativo del “criado del Maestre”, sería un valiosísimo socio para esta sociedad, dados sus vínculos con la Orden de Calatrava, a cuyas finanzas estaba a cargo.
Además, los vínculos entre Diego y Rodrigo también hacían más estrechas las relaciones empresariales que este grupo tenía. Eran vecinos de la localidad de Almagro. Tanto los Villarreal como los Oviedo tenían casa – palacio en dicha localidad. A buen seguro la lealtad al Maestre calatravo había influido sobremanera a la hora de adquirir dichas propiedades, en una población donde la comunidad conversa era relativamente importante.
Sin embargo, el espaldarazo definitivo que unió a este colectivo llegó con motivo de la pugna por los derechos sucesorios entre la princesa Isabel y la hija de Enrique IV, Juana la Beltraneja. El apoyo de este grupo de conversos, acaudillados por los maestres de Calatrava don Rodrigo Téllez Girón, de Santiago, Juan Pacheco, marqués de Villena y tío del anterior, y del arzobispo de Toledo Alfonso de Carrillo, fue hacia el bando de la discutida hija del rey impotente.
Sin embargo, el día de Nuestro Señor Jesucristo de diecinueve de octubre de mil cuatrocientos sesenta y nueve, la situación sucesoria había dado un vuelco a favor de la princesa: se casaba en ese momento con el sucesor al trono aragonés, el ya príncipe de Viana y reconocido heredero, Fernando. Ocurría en Valladolid en el Palacio de los Vivero.
Consecuencia de todo ello sería que Isabel ya no litigaría sola contra la Beltraneja y las ansias de poder del monarca portugués. Pasarían unos años y con la muerte de Enrique IV la guerra civil se puso en marcha.
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Eran altas horas de una desapacible noche cuando en Almagro sonaba insistentemente una sucesión de golpes sobre la portada de una casa – palacio que pedía que le abrieran la puerta. Era Sancho de Ciudad. El edificio era la vivienda de Rodrigo de Oviedo. Ante la insistente repetición de puñetazos sobre la puerta se escuchó a lo lejos:
– ¿Quién va? – surgió una voz del interior de la casa.
– ¡Soy… Sancho de Ciudad! ¡Busco a don Rodrigo! – respondió el heresiarca en un estado de fatiga que apenas le dejaban fuerzas para responder. En ese momento se abrió una pequeña ventanilla que la voz interior llevó a cabo para comprobar la veracidad de las palabras del exterior.
– ¡Discúlpeme don Sancho, no le había reconocido! – se dirigió el joven al visitante nocturno. ¡Pase usted dentro, resguárdese de la mala noche que hace! ¡Mientras le traeré algo para secarse y avisaré a don Rodrigo!
– ¡Gracias,… muchacho! – respondió Sancho con las escasas fuerzas que aún le quedaban. En ese instante, cuando el joven había ido a buscar a su señor, fue a parar con sus huesos en el suelo.
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Mariam había observado durante la noche la difícil situación que atravesaban los muchachos. La parca conversación que durante la cena tuvieron le sirvió, sin embargo, para conocer en qué podía ayudarles. Aún recordaba aquellos documentos comprometedores que tan celosamente guardaba el muchacho. Sólo le quedaba resolver una duda: debía ir a visitar directamente al Duque, buen protector de su comunidad, o bien dirigirse al nuevo impresor que se había instalado recientemente en Híjar. En el transcurso del camino resolvería tal cuestión.
La señora conocida por el común de los vecinos hijaranos como doña Juana, pondría rumbo para resolver dicha cuestión a una hora temprana. En la cocina, ya tenía preparados algunos alimentos cuando la joven pareja viesen las primeras horas del día. En la mesa les había dejado una nota, avisándoles que permanecieran en la casa hasta su vuelta.