Manuel Cabezas Velasco.- Sancho había vuelto a su ciudad, mas su desventura no había mejorado demasiado. La boyante situación en la que se había encontrado las décadas anteriores, había tornado en un sistemático acoso y derribo hacia su persona, su familia y sus amigos. Los lindos eran los responsables de esta persecución. La Corona pondría los medios para llevarla a cabo, aunque las penurias sólo estaban en su inicio.
Entre las medidas adoptadas para solventar la dualidad monárquica que se había generado tras la “farsa de Ávila”, se había concertado la boda entre el maestre calatravo Pedro Girón y la infanta Isabel, algo que nunca sucedería tras la muerte del primero.
Otra consecuencia sería mostrar, una vez más, la debilidad del monarca, Enrique, el cual, tras el fallecimiento del malogrado “Alfonso XII”, tendría que reconocer como sucesora al trono a su hermana Isabel. Era el año de 1468, sería por entonces cuando se aclaró el conflicto sucesorio mediante la firma del Tratado de los Toros de Gisando. Entre sus condiciones, la infanta adquirirá la condición de princesa y tendría el derecho a elegir con quien acordaba su matrimonio, además de exigirle al rey Enrique el divorcio de su cuestionada esposa.
A pesar de estas condiciones, Enrique IV negociaría con Alfonso V de Portugal un posible matrimonio a dos bandas: el monarca portugués tomaría por esposa a la princesa Isabel, y la conocida como “Beltraneja” casaría con algún vástago de Alfonso.
Por entonces, en el año de nuestro señor Jesucristo de mil y cuatrocientos y sesenta y nueve, la política de la corona de Castilla estaría a punto de dar un nuevo giro: la infanta Isabel, casándose en secreto con el futuro paladín del reino de Aragón, don Fernando, provocaría cambios en los juegos de poder en los que estaba inmerso tanto su hermanastro Enrique como las distintas facciones nobiliarias que aspiraban al mayor control de estos territorios. Entre ellos se encontraba los Pacheco, Girón y Carrillo, familiares que se aliaban con uno u otro bando siempre que revirtieran en la mejora de sus intereses. Mayor trascendencia aún tendría esta boda secreta, desde el momento en que el rey de Castilla dejase de existir.
Esta situación se encontraría nuevamente Sancho al tornar a su ciudad, cuando muchos de sus privilegios, hasta entonces disfrutados, dejarían de tener relevancia, mas le harían ser aún más fiel a su propia condición de converso, o más bien reconocería haber tornado a su esencia judía.
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El impresor y su avezado retoño, trataban de sortear los caminos más transitados que les llevasen a ser presa de las garras de la Inquisición. Sus vínculos con el mundo converso al poseer aquellos papeles que el joven hiciese recordar a su padre los más oscuros secretos familiares, los habían vuelto a poner en alerta. El peligro que se cernía sobre ellos, había sido ocultado por el progenitor desde que tuviese apenas la edad de su hijo. El muchacho, Ismael, sólo le hizo rememorar que no podía bajar nunca la guardia, pues aún recordaba cómo su propio padre hubo de alejarse de los Hombres de la Cruz, pues los tribunales tanto de Valencia como de Zaragoza serían de los primeros en iniciar la labor represora, junto a los que ya existían en Castilla, de Sevilla y Córdoba.
El maduro impresor recordó en ese momento que, entre los peligrosos documentos que poseía, tenía alguno que le vinculaba con una población que por entonces pertenecía al ducado homónimo. La población era conocida como Híjar, y poseía una imprenta desde el primer miembro de esta casa ducal, don Juan Fernández de Híjar y Cabrera. Dicho artefacto, que sólo existía en el Reino de Aragón en la ciudad de Zaragoza, se había instalado en el año de 1483 en su propio palacio.
Este edificio aprovechaba una fortaleza islámica situada en lo alto de la ciudad, para mantener su situación de preeminencia. Tenía una torre albarrana que se ubicaba en la parte norte de la plaza del castillo. Los materiales de la misma eran la mampostería y el enlucido con mortero de cal.
La población judía que residía en Híjar llegaba, por aquel entonces, a unos ciento cincuenta vecinos, los cuales pudieron acoger al padre del impresor, que tan comprometedores papeles poseía. Existía incluso una sinagoga. La superficie de su judería giraba en torno a una plaza conocida como de San Antón, de largas proporciones, y unas calles contiguas. Las vías tornábanse angostas, sus casas bajas y estrechas, aprovechando así su espacio. La vecindad mosaica disfrutaba igualmente de su micvé, su carnicería o su propio horno.