Manuel Cabezas Velasco.- El impresor recordaba en ese momento todo lo que su padre le contó años atrás, cuando ellos eran los perseguidos. Era él aún un recién nacido cuando se habían despedido del grupo de conversos amenazados por la Inquisición.
También ellos estaban amenazados, pues la relación de sus padres rompía las reglas tanto religiosas como sociales: el adulterio del que sería acusada la mujer podría conducirle al más triste de los finales, su propia muerte. El marido, el fornido soldado Alfonso García, tenía todo a su favor, salvo el tiempo que los jóvenes escapados habían sacado de ventaja con su oculta fuga.
– Ismael, muchacho, ¿recuerda donde encontraste el papel de tu abuelo? – el impresor se dirigía a su vástago tratando en la oscuridad de ver en sombras los contornos de los diversos objetos de la imprenta. Sin embargo, por su edad, su vista ya no era la de antes, y en la penumbra necesitaba la ayuda de ojos más jóvenes.
– Sí, padre, ¿necesitas algo de allí o quieres que vaya a buscar algo? – le respondió inquisitivo el muchacho.
– No, Ismael, llévame hasta allí, cuando lleguemos lo sabrás – respondió su padre.
Palpando a ciegas los diversos objetos de la imprenta – puesto que frente a la fachada de la casa había una seria amenaza que los acosaba -, los dos, padre e hijo, se dirigieron sigilosamente hacia el citado lugar.
Se encontraron entonces con un modesto arcón, que hacía las veces que asiento, donde se encontraban algunos objetos que requería el impresor de vez en cuando. Este mueble se hallaba pegado a la pared posterior de la estancia donde se encontraba la modesta imprenta. Justo después de ella, había un patio, aunque detrás de ese pequeño mueble había una pequeña sorpresa que el mozalbete aún desconocía: un hueco del tamaño suficiente para el acceso de una persona. Y no sólo eso, además daba a un pequeño pasadizo que se sumergía por debajo del patio hasta alejarse unos metros, escondiéndose a la vista de todos.
En el transcurso de la huida, cuando llevaban unos metros en el pasadizo, habiendo ocultado de nuevo cualquier atisbo de la existencia del túnel, el maduro impresor escuchó cierto movimiento por encima de sus cabezas. Entonces miró a su joven hizo y con un gesto le hizo guardar silencio.
A la espera de que se calmase el barullo que las justicias habían propiciado al estar buscando a los dos fugados, moviendo muebles de aquí para allá, destrozando todo aquello que encontraban a su paso, el impresor recordó la importancia del oficio que ejercía, la población donde lo ejercía y el orgullo que sentía por todo ello. Así…
La Valencia del último cuarto del siglo XV, se mostraba ufana por ser una población que acogiese tempranamente el magno invento de la imprenta, allá por 1474. En el Portal o la Puerta de la Valldigna se instalaría la imprenta de Jacob Vitzland, comerciante alemán que representaba a la familia de los Ravensburg, siendo su maestro impresor Lambert Palmart el que en este año imprimiría Les obres e troves davall scrites les cuals tracten de lahors de la sacratissima Verge María. La trascendencia del invento surgido de las manos del “mago de Maguncia”, provocaría la aparición de diversos talleres con impresores extranjeros procedentes del centro de Europa (alemanes, suizos o franceses), pues además Valencia era una zona donde la industria del papel tenía cierta tradición desde la época arábiga, como ya surgiera en Xativa. En esta etapa de efervescencia, Valencia sería cuna de una industria impresora en auge que se veía acompañada por la relevancia socio – económica de la propia ciudad y su auge comercial.
Parecía que el ruido que se cernía sobre sus cabezas había cesado y el impresor volvió a la realidad y miró al muchacho instándole a proseguir la marcha por el estrecho túnel. Su marcha le hacía tener nostalgia de épocas pasadas en las que se vio obligado a huir. Aunque su hijo no conocía esa historia, ya habría tiempo de contarla cuando estuviesen a salvo.
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Juan de Ciudad, lejos de la madura pareja, observaba detenidamente el estrecho abrazo en el que se fundían sus padres. Estaba muy orgulloso de ellos. Más aún de haber aceptado sin reparos los desvelos que surgían de su amor por su idolatrada Isabel. Principalmente su padre fue la víctima de sus cambios de humor, de sus rabietas sin sentido, de sus desvelos. Aunque la que siempre estaba para aplacar las penas de su corazón era doña María, su madre. Ella siempre había entendido lo que la hermosa joven, hija de Pedro González, había despertado en su amado hijo.
No quería interrumpir un momento tan hermoso, y en ese momento Isabel se dio cuenta de la melancolía que mostraba la mirada de Juan y asiéndole con ambos brazos, le estrechó cariñosamente para sí.