La declaración, pomposa y solemne, de la Portavoz municipal Sara Martínez, sobre la autoría del otoño, en relación con el socialismo y los socialistas (¿locales?), quedó aclarada en la rueda de prensa del pasado día 12.
Donde afirmó sin titubeos, “que los socialistas no hemos inventado el otoño”.
Cosa que nadie osaría afirmar hasta ese momento del otoño mismo.
Por más que haya alguna coincidencia evidente entre el declive otoñal de cierta naturaleza que se paraliza y aquieta, y la particular tesitura presente del PSOE, en parte paralizado y en parte dubitativo.
Dividido y dubitativo, tal vez, entre otoñales y primaverales.
En recuerdo, los primaverales, de que la fundación del partido se celebró en plena primavera. Un dos de mayo de 1879.
Y en recuerdo, los otoñales, de un otoño de oro y evocaciones.
Como fuera el de 1982, fecha de su primera victoria electoral con los afamados “Diez millones de votos”.
Pero no iban por ahí los comentarios de Martínez.
Se producían como descarga de las críticas recibidas por el retraso en la limpieza de calles y plazas.
Tapizadas de hojas, esas calles y plazas, en una espléndida pista otoñal. Más para ser vista que pisada.
Y ese retraso en la retirada, contaba con la coletilla lateral de la negativa del invento del otoño.
Señalando, tal vez, a los gestores anteriores del Partido Popular, que igual serian responsables del otoño.
Ya que no de su invención.
Cosa igual de improbable de aceptar.
Ni inventan unos, ni inventan otros, desmintiendo al mismo Unamuno, con tanto juego de invenciónes.
Lo que sí parece evidente es la proclividad creciente, de los políticos en ejercicio a los juegos florales y a los malabarismos estacionales.
Y eso no es nuevo, en un país que contó con un himno muy repetido y frecuentado, que decía aquello de “volverá a reír la primavera”.
Como si la Naturaleza y sus manifestaciones, fueran un campo de batallas metafóricas y de batallas dialécticas.
Por eso hemos escuchado lo de “los brotes verdes” tanto como lo de “las hojas secas”.
Y lo de “los árboles caídos” tanto como lo de “las semillas germinales”.
Puros garabatos del espíritu.
Y es que hay una tendencia a vincular, por simplificación, las estaciones del calendario con los movimientos sociales y políticos.
Con una ligera preferencia sobre lo primaveral, antes que sobre lo otoñal.
En un ejercicio más cercano a la poesía y a la música, que a la política misma.
Por eso contamos con piezas tan canónicas como La Primavera, de Botticelli (1480-81), que se la reconoce también como El nacimiento de Venus.
Por eso contamos con piezas luminosas como La consagración de la primavera, de Stravinsky (1913).
Así también, en clave socio-política, la Primavera de Praga, para aludir a desestalinización de Checoslovaquia en 1968.
Aunque fuera una primavera tan rara, que comenzó un cinco de enero y terminó un 20 de agosto de ese año.
Puro atropello gramatical y puro atropello de los tanques del Pacto de Varsovia.
También la Primavera de los claveles, para fijar el final del salazarismo en Portugal en 1974.
Aunque esa primavera lusa, duró bastante más de los tres messe de rigor estacional.
Y en ese recuento de afinidades y tendencias, nadie quiere cargar con la culpa del otoño.
Que tiene mala prensa y peor relato.
Como el desarrollado por García Márquez en El otoño del patriarca.
O como el de Manuel de Lope, Otoño en el menú. Tal vez para comérselo.
José Rivero
Divagario
Asi sea, sea Amen
El mejor otoño es el que se acerca a la Navidad, es estación en cuestada.