Manuel Cabezas Velasco.– – ¿Recuerdas Sancho cuando nuestro pueblo transitaba por el desierto y no tenía más remedio que alojarse en tiendas como nosotros el día de nuestra boda estábamos bajo la hupá? – María interrogaba a su esposo no mostrándole todas las intenciones que guardaba aquella pregunta, aunque el heresiarca, bien conocedor de la Ley mosaica, sabía a ciencia cierta lo que su amada esposa pretendía. ¿No crees que esta joven pareja que ha sido bendecida con la dicha de un vástago merece algo de intimidad como nosotros tuvimos bajo el tálamo? – Sancho escuchaba atentamente las palabras de María, sin mostrar ningún atisbo de sorpresa, pues eran precisamente las que estaba esperando.
– ¿María, acaso pretendes que estos jóvenes que se encuentran en pecado, y por ello perseguidos, sean homenajeados sacralizando su unión con un habitáculo en el que le demos algo de intimidad? – seriamente Sancho se dirigió a su esposa para ponerle en la auténtica situación en la que se hallaban los jóvenes.
– ¡Cierto es, mi señor, que tenéis razón, pero son dos chiquillos en el mejor día de su vida, y nosotros ya vivimos mucho de ello y conocemos lo que están sintiendo en estos momentos! ¿Acaso no crees que sé que están en pecado? Pero ¿quién soy yo para cuestionar el amor que se profesan, más aún si tenemos en cuenta que son gentiles? – sorprendida, María se dirigió a su esposo también argumentando la postura que defendía.
– ¡De acuerdo con vos estoy María, pues nosotros no somos gentiles como ellos y no podemos inmiscuirnos en su fe! ¡Primero hablaré con el joven para plantearle el asunto! – afirmaba el esposo cuando se dirigió a su esposa.
Mientras los dos esposos seguían recordando sus vivencias en torno a su matrimonio, unos metros más allá se encontraba la joven pareja que había encontrado la dicha de un nuevo ser, aunque para ello tuviesen que haberse alejado de su ciudad de origen al no estar bendecidos por el sacramento cristiano del matrimonio.
Aquel día fue muy especial para Sancho y María. Todo había esta precedido por los ritos de purificación preceptivos de la Ley de Moisés. Ahí tanto él como ella debían observar el ayuno.
Aparte de ello, María antes de celebrar la ceremonia nupcial tenía que mostrar su pureza mediante el rito de purificación por antonomasia, el baño ritual. Este se realizaba en el micvé y la esposa lo hizo en un dependencia cercana a la sinagoga. Además, la pureza debía mostrarse a partir de la halajá, guardando al menos sie3te días antes desde el final de la última menstruación para llevarse a cabo la boda. De esta forma, se evitaba vulnerar que durante el sangrado vaginal se pudieran mantener relaciones sexuales prohibidas por la ley.
En la ceremonia en sí, María acudió al lugar donde un – disimuladamente impaciente – Sancho la esperaba. Era la casa de los padres de Sancho, donde la ceremonia se celebraba, para así evitar indiscreciones por los tiempos que corrían.
En aquel lugar, la hupá o ‘tálamo’ estaba preparada para acoger la ceremonia, evocando así al nómada pueblo judío que, en su travesía por el desierto, se alojaba en tiendas, siendo en la tienda del novio donde la novia era conducida para ser desposada.
La unión sería bendecida por un rabino, recitándose para ello el ‘quidúsh’ sobre una copa de vino. Esta sería dada a beber a ambos contrayentes como signo de que de ahí en adelante compartirían todo.
El símbolo físico de esa unión sería la entrega de un anillo – que Sancho portaba con cierto nerviosismo -, el cual tendría que poner a María al tiempo de pronuncia las palabras ‘he aquí que tú estás consagrada a mí por este anillo, según la Ley de Moisés e Israel’.
A modo de certificación, el siguiente paso sería la lectura del texto de la ketubá o ‘contrato matrimonial’ que debían conservar los esposos. En él se detallaban las obligaciones de ambos y la dote de la novia. Al tenerse que conservar los novios quisieron que el documento se escribiese en un pergamino de bellos rasgos tantos caligráficos como en su iconografía.
Una vez firmado el contrato, el rabino recitaría las ‘siete bendiciones’ o sheba’berajot ante los esposos, a lo que seguiría que se posaría una copa en el suelo envuelta en un pañuelo para que Sancho procediera a pisarla. El novio, conocedor de la Ley, era consciente del simbolismo de este gesto, pues aunque rendía memoria de la destrucción del Templo de Jesuralén, tenía también en cuenta que había llegado un momento de regocijo al mostrar la virginidad de su amada María.
Una vez realizada la ceremonia, y tras haber consumado el matrimonio en la noche de bodas, los recién casados debieron observar la abstención cualquier relación sexual durante varios días. Esto ocurrió desde la misma mañana en que María se vería apartada de su esposo por su madrina y otras acompañantes, dejando al novio compuesto. Sin embargo, esta triste noticia estaba atenuada por la música que al amanecer aún amenizaba la boda.