Manuel Cabezas Velasco.- La mujer que había ejercido de partera ocasional, dirigióse a los varones del grupo y con una sonrisa exclamó:
– ¡Es un niño precioso! – miraba al joven padre con cariño aunque también por dentro su pensamiento se teñía sombrío ante las dificultades que se encontraría el nuevo ser. ¿Recuerdas, esposo, cómo nuestros hijos pudieron llenarnos de dicha y pudimos celebrar las hadas cuando en la séptima noche de su llegada poníamos agua en un bacín llenándolo de oro, plata, aljófar, cebada o trigo, y así lavábamos a nuestra descendencia? – dirigíase María con nostalgia a su amado Sancho.
– ¡Gracias señora, no sé cómo agradecer la dicha que siento en estos momentos! – el joven se dirigía a María exultante y agradecido por haber ayudado a su amada Cinta a traer al mundo a su primer vástago. A pesar de su alegría por dentro estaba muerto de miedo y no sabía cómo iba a estar a la altura de las circunstancias defendiendo a una mujer tan hermosa como Cinta, que le había hecho por primera vez padre.
– ¡Mujer, cómo no recordar aquellos trances, si con nosotros se encuentra el primero de nuestra prole! ¡Y cómo no ser prudente cuando tenías que ir a realizar el baño ritual a la micvé de Juan de Herrera! – Sancho respondía a su mujer a la vez que dirigía la mirada a la pareja que tenía cerca de él, su hijo Juan y su esposa.
– ¿Cómo no vas a recordar la animosidad que teníamos en la noche de las hadas acompañados de nuestra familia y amigos, disfrutando de los regalos y agasajos que recibíamos, rezando oraciones e impartiendo bendiciones, deleitando a nuestros convecinos con los dulces tradicionales, y pasando la noche bebiendo y festejando? – decía de modo cariñoso y con sonrisa burlona la partera ocasional a su pensativo marido. Los chicos no eran conversos sino cristianos y ese era uno de los motivos que preocupaban a Sancho en el trayecto que le llevaban a tierras orientales. Otro, como fiel y recto seguidor de la Ley mosaica, era la causa que los había unido en tan azaroso viaje a esta pareja: tenían un hijo sin estar casados, aunque las circunstancias obligaban a no ser tan estrictos y pensar que un nuevo ser había nacido, y en eso Sancho no discrepaba con su esposa. Además, la llegada del nuevo vástago – aunque fuese un gentil – hacía recordar a María los ritos que la Ley de Moisés le preceptuaba en cuanto a su pureza mediante el baño ritual que debía de cumplir no exenta de los riesgos que conllevaba vulnerar los preceptos de la religión cristiana sin mostrar que aún seguía siendo fiel al judaísmo, teniendo además como modelo a su propio esposo. La simbología que representaba las abluciones y sus respectivas oraciones eran base fundamental para la purificación ritual e higiene judaicas.
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La nueva ciudad conocida – desde 1420 – como Ciudad Real, antes Villa Real, al igual que se sabía por gran parte de las poblaciones peninsulares, parecían haber alcanzado un período de remanso – en el cual la población judía verá incrementada su presión fiscal y otras discriminaciones para apaciguar los ánimos de los cristianos – que se extendería a lo largo de casi una treintena de años.
Entretanto, en el territorio castellano el Condestable Don Álvaro de Luna trataba de reorganizar el reino y reforzar al monarca en su autoridad frente a los nobles. Sin embargo, había dos claras posiciones rotundamente enfrentadas que afectaba sobremanera a la población judeoconversa.
Por un lado estaban los nobles que no deseaban un rey fuerte y trataban de disminuir lo más posible el control que ejercía el condestable y el favoritismo que tenía hacia los judíos y conversos, convirtiéndose así en antijudíos y anticonversos, y alimentaban al mismo tiempo la animadversión antijudaica de las masas populares.
Y por otra parte, los judíos y conversos necesitaban un poder de la corona que fuese garantía de su propia seguridad, ofreciendo su vasta experiencia al servicio de Don Álvaro. A la cabeza de la población judaica Abraham Benveniste se hallaba. Siendo rab mayor del reino y gran conocedor de las finanzas, sería el principal encargado de la recaudación fiscal.
A lo largo de estas tres décadas de cierta “paz contenida”, la ciudad que surgió de una villa en el año 1420 tuvo el honor de recibir al que otorgase tal condición en algunas ocasiones.
El monarca, Juan II de Castilla, dadas las numerosas visitas que realizó a lo largo y ancho de su reino, encontró también en la localidad de Ciudad Real un lugar que le acogió, aunque a buen seguro tampoco se le olvidarían ciertos hechos acontecidos.
En los meses de abril y mayo del año de nuestro Señor de 1424, el monarca visitaría por primera vez Ciudad Real, siendo el motivo el reposo que necesitaba para continuar viaje hacia Andalucía, aunque éste al final no se produjo.
La segunda de las visitas sería en la década siguiente, en los mismos meses pero de 1431, el rey se dirigía hacia la frontera de Granada cuando un 24 de abril se vio sorprendido por un terremoto en hora de vísperas cuando se hallaba alojado en el Alcázar de Ciudad Real. El día de la semana era martes, víspera de San Marcos, el rey supongo que no lo olvidaría, pues el seísmo provocó la caída de dos almenas de la citada residencia, además de gran cantidad de tejas. Edificios cercanos al lugar también se verían afectados como el convento de San Francisco, al que se le caería una pared, o la bóveda de la iglesia parroquial de San Pedro, de la que caerían dos piedras.
En cuanto al rey, dado que el suceso ocurrió cuando aún dormía, poco más pudo hacer que salir de inmediato al patio del Alcázar y más adelante y sin demora correr hacia el campo.
Pocos meses después, en pleno verano, cuando el calor hacía presa del mes de agosto, el rey visitó la ciudad para encaminarse hacia la Vega de Granada y tras la gran victoria en la campaña de La Higueruela, retornaría a su vuelta a Castilla.