Manuel Cabezas Velasco.- El temor de Cinta ante la amenaza que suponía en su vida la presencia de Alfonso, estaba muy justificado, pues era común, en aquel tiempo, que la relación matrimonial no tuviese un carácter igualitario sino todo lo contrario: era muy desigual, siendo el marido el que tenía todas las de ganar, y más aún en la situación en la que se encontraba la que estaba a punto de ser madre: Cinta era, a todos los efectos, una mujer adúltera, y estaba sometida a lo que dijese su marido e incluso en un caso tan flagrante su esposo, el bravo soldado, podía tomar las medidas que le resarciesen de la grave afrenta que habría sufrido su honor de marido. Este tipo de violencia era aceptado en la época y se conocía con el nombre de marital corrección.
En aquel tiempo la condición de la mujer casada debía estar alejada de la promiscuidad puesto que tenía que ser fiel a su marido y no admitir cualquier otra propuesta. Cinta había roto esta norma. Su corazón la impulsó a echarse en manos de su ser amado, que no era su esposo.
El temor de los jóvenes obligó incluso a tener en embarcarse en una aventura con otras personas aún más proscritas que ellos: el grupo de judeoconversos liderado por Sancho de Ciudad.
El momento de la buena nueva no se hizo esperar, y los dolores por los que Cinta debía detener su marcha no eran infundados: había roto aguas.
En un carro habilitado para la ocasión como camastro, Cinta daría a luz un hermoso varón: su nombre, Juan, aunque en su fuero interno su madre siempre hubiese querido llamarle Ismael.
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La larga espera de los varones ante las atenciones recibidas por Cinta y las mujeres que integraban el grupo de judeoconversos – María y su consuegra –, hizo que Sancho estuviese de nuevo rememorando las vicisitudes por las que su estirpe había estado atravesando y el por qué ahora ellos eran un grupo de perseguidos.
La visita de Vicente Ferrer por tierras de Castilla, concretamente por Toledo y Ciudad Real, había tenido una gran repercusión evangelizadora. A ello se unía el ordenamiento castellano que destilaba un claro antijudaísmo que venía a concretarse en las leyes de Ayllón o segundo ordenamiento de Valladolid (auspiciado por la reina Catalina de Lancaster en 1412, bajo el influjo de Ferrer, y cuya redacción a cargo de converso Pablo de Santa María, constituía una recopilación de normas que trataban de ridiculizar el propio judaísmo, no ya sólo poniendo vetos en el ejercicio de determinados oficios sino con el propio confinamiento en barrios concretos delimitados por una cerca). Poco después, en Tortosa se asistiría en 1413 – 1414 a una nueva vuelta de tuerca – auspiciada por el anti-papa Benedicto XIII y ejecutada por el converso Jerónimo de Santa Fe – en la que se pretendía, mediante la teatralización, abatir la autenticidad del Talmud frente al credo de la Iglesia cristiana. Por aquel entonces Vicente Ferrer continuaba con sus prédicas en dirección a Mallorca.
Esta persecución del mundo judaico venía ya gestándose desde muchos años atrás, allá cuando el arcediano de Écija Ferrán Martínez hubo arremetido contra los judíos, primero en tiempos del reinado de Enrique II y de la minoridad de Juan I, y sobre todo cuando Juan II, también menor, es nombrado rey de Castilla.
En aquellos momentos el poder del arcediano iba incrementándose y en tiempos de la minoridad de Juan II, además se encontró con el oportuno fallecimiento del arzobispo que le ponía freno e incluso había sido avisado de una posible excomunión.
Tras la muerte del arzobispo en julio de 1390 y la del monarca Juan I en el mismo año, Ferrán Martínez se creyó inmune llegando incluso a proponer una alcabala para derribar las sinagogas, misiva que enviaría a dichos templos a fines de dicho año.
La reacción de los judíos sevillanos en busca de protección no se haría esperar, pidiendo ayuda a los regentes del futuro Juan II, los cuales ante el peligro de pérdida de “sus judíos” – pues así eran considerados por parte de la Corona –, enviaron una orden al cabildo para frenar al arcediano. Mas el de Écija, que llevaba dos décadas alimentando el antijudaísmo en Sevilla, conocía la animadversión hacia los judíos, concretamente por la envidia que despertaban sus bienes, y la llama antijudaica siguió siendo avivada por él, generando una oleada de persecuciones – los pogroms – en 1391 que derivó en multitud de conversiones al cristianismo. La razón era evidente: lo hacían por miedo. El futuro que les deparaba: acoger el nuevo credo en espera de mejores condiciones. Eso creían, mas las conversiones vinieron acompañadas de adoctrinamiento que alejase de forma definitiva del judaísmo ancestral. Unos se quedarían bajo el nuevo credo, otros abandonarían el suelo peninsular. Aunque los que se quedaron podrían disfrutar de unas condiciones mejores de las que habían soportado los judíos, a pesar de la tutela regia.
La repercusión de lo ocurrido en 1391 tuvo un largo alcance para las comunidades judías, puesto que la oleada de pogroms pondría fin – o les asestaría un durísimo golpe – a muchas de ellas: Barcelona, Valencia,… En Ciudad Real la judería había sido saqueada, la alcaicería destruida y en 1412 el solar del fonsario vendido, dando por finalizada la existencia de judíos en dicha ciudad.
En 1419 un nuevo monarca entraba en escena: Juan II de Castilla, el cual vio la utilidad de la comunidad judía y procedió a la derogación de algunas de las medidas rigurosas de 1412, más aún fomentada esta política projudaica con la figura del condestable Alvaro de Luna, personaje que sería la figura de mayor influencia en el gobierno del monarca, acompañándose de conversos e incluso los defendió en períodos especialmente críticos.
No menos azaroso será el comienzo del reinado de Juan II en Castilla. Su minoridad llegó hasta que en 1419 fuese reconocido y jurado mayor de edad en las Cortes de Madrid. Por aquel entonces los infantes de Aragón don Juan y don Enrique, principalmente este último, lograrían capturar al joven Juan, llevándole desde Olmedo, pasando por Ávila, y dirigiéndose a Talavera para iniciar su cautiverio.
En aquel julio de 1420, un joven doncel llamado d. Álvaro de Luna, conseguiría liberarle llevándole hasta el castillo de Montalbán, el cual sería cercado por don Enrique, aunque las gentes del infante – que mostraba respeto al Rey –, no recibirían la orden de combatir contra los que allí se encontraban. Más aún, la fortaleza estaba desprovista de mantenimiento que obligó a las gentes del lugar a alimentarse de las propias bestias y otros manjares.
El cerco se levantó ante las peticiones mediante cartas y auxilios que recibió el soberano por los contrarios al bando de los infantes y los valientes miembros de las milicias que engrosaban la Hermandad Vieja de Villa-Real.
Así al castillo de Montalbán llegarían el Almirante D. Alonso Enríquez y Fernando Alonso de Robres, acompañados de cuadrilleros de la Hermandad Vieja de Villa – Real, que esperaron a que el propio Rey saliera del castillo. Tres días duró el cerco de los infantes de Aragón ante la escasez de víveres de los residentes en el castillo. Una vez finalizado el cerco y visto el Rey fuera del mismo, fue por entonces que los de Villa – Real hicieron la súplica de que su villa se convirtiese en ciudad, lo cual el Rey estuvo de acuerdo, recibiendo entonces el título de “muy noble y muy leal ciudad de Ciudad Real”, cuando ya estaba finalizando el año de 1420.
El llanto de un niño volvió a la realidad a Sancho de Ciudad.