Manuel Cabezas Velasco.- La joven pareja de acompañantes del grupo de judeoconversos obligaron a que la marcha del grupo tuviese que ralentizarse, pues la joven – que había sido confundida por un joven imberbe – estaba a punto de traer al mundo a un vástago de origen natural, del muchacho que la acompañaba, aunque no era su esposo.
En aquel tiempo, las relaciones extramatrimoniales no eran bien vistas y su castigo era implacable. De esta forma, los dos jóvenes tenían miedo a las represalias tanto de la justicia civil que condenaba el adulterio con el más crudo repudio, como en cuanto a la iglesia y su moral que lo calificaba como un grave pecado.
La joven, llamada Cinta, tenía miedo de verse obligada a alejarse de su gran amor – pues su esposo nunca lo había sido y su fuerte carácter y agresividad hacía que lo tuviese miedo – e incluso que la forzasen a ser ingresada en un convento y que no pudiese gozar de la dicha de ser madre como estaba a punto de ocurrir.
Sin embargo, en ese preciso instante fijó la mirada en la serena María, esposa de Sancho, la cual con una leve sonrisa aplacó su congoja diciendo:
– ¡No te preocupes, niña, todo va a salir bien!
Apenas unos segundos después la mirada de Cinta quedó en suspenso y se puso a recordar todo aquello que había dejado atrás, primeramente su esposo el soldado de fortuna bravucón llamado Alfonso García, que con su mal carácter apenas consiguió robar el corazón de la joven, pero sobre todo aún recordaba la dura pérdida de su amado padre.
Alonso García era un soldado que había engrosado las huestes del bando que pugnaba por el trono del reino castellano, el abanderado por los recién casados Isabel y Fernando. Uno de aquellos soldados, leal donde y como fuera, del precoz rey Fernando, tenía una hija muy hermosa que se llamaba Cinta.
Las tropas leales al rey aragonés tenían entre sus filas al padre de Cinta, la cual había venido al mundo para ocupar el lugar de su madre, que no alcanzó a conocer a su pequeña.
Uno de aquellos soldados de fortuna, perteneciente a las huestes de la joven Isabel de Castilla, se llamaba Alfonso García.
Fue en la batalla de Toro donde el rey Fernando – el Católico más adelante – mostraría sus dotes militares a pesar de su juventud, mas entre sus huestes habría quienes no llegarían a conocer al gobernante que por entonces sólo asomaba.
Dada la debilidad sucesoria del rey Enrique IV y el cuestionamiento que se tenía en la persona de Juana la Beltraneja, el enfrentamiento entre los bandos abanderados por el monarca portugués Alfonso V – quien se había matrimoniado con la joven de 12 años Juana la Beltraneja, y así conseguía la unificación de los reinos peninsulares bajo su corona – y por los nuevos monarcas de Castilla y Aragón, Isabel y Fernando, tuvo un capítulo esencial en una población cercana a la ciudad zamorana de Toro, el lugar conocido como Peleagonzalo cuyo origen se encontraba en el nombre de su repoblador y señor, Pelayo Gonzalo. Trascurría el año 1476, allá por el mes de marzo.
En este lugar, de tan infausto recuerdo para Cinta, conociéronse Alfonso García y el padre de la joven. Éste ya frisaba un cabello más bien cano mas su vigor no le había impedido hasta entonces entrar en batalla. En cuanto a Alfonso, era algo más joven aunque ya vivido.
La batalla de Peleagonzalo daría al traste con las aspiraciones del monarca portugués y pondría en la historia el primer peldaño de la leyenda que forjaría el rey Fernando.
A pesar de la victoria de Fernando e Isabel, sus tropas no saldrían indemnes de la contienda. Una de aquellas personas sería el padre de Cinta, que desde el primer momento había adquirido cierta confianza con el bravucón Alfonso.
En su lecho de muerte, Alfonso recibiría un encargo que marcaría la vida de la joven:
– ¡Querido amigo, te pido que me hagas un gran favor: hazte cargo de mi hija!
A lo que sin articular palabra, Alfonso respondería con un gesto afirmativo. Dicho gesto sin embargo enmascaraba los deseos que la hermosa joven había despertado en el rudo soldado.