De heresiarcas, traperos y hombres de Dios

Manuel Cabezas Velasco.– “Quedaban ya lejos aquellas pardas llanuras de la meseta castellana yendo en busca de la luz que albergara un rayo de esperanza en tierras orientales. Eran estos tiempos de huida, aquellos en los que no comulgar con el dictamen de la Cruz suponía oficiar una sentencia condenatoria prácticamente segura…”.

– ¿Qué estás haciendo, Ismael? ¿Qué escondes detrás de ti? – recriminó el maestro al curioso aprendiz.

– ¡Señor, no es nada, sólo leía un pedazo de pergamino! – contestó titubeante el joven.

– ¡Entregádmelo pues! – le ordenó enérgicamente.

El joven obedeció sin rechistar y acató la orden de su maestro. El maduro impresor miró al jovenzuelo con tristeza y melancolía tras recordar los luctuosos acontecimientos que giraban en torno al contenido de aquellas palabras.
– ¡Discúlpeme padre!, ¿ese pedazo de papel pertenece a algún libro suyo? – preguntó intrigado el joven aprendiz ante la aparición de rasgos poco conocidos para él.

– ¿Lo has leído? – interrogó temeroso dirigiendo su mirada hacia su joven impúber-. ¡Es la letra de tu abuelo! – exclamó gozoso al recordar a su padre.

– Padre, ¿de qué es ese papel? ¿quiénes huían y de quiénes? ¿de qué eran condenados? – el chiquillo, impaciente, sometía a su progenitor a una inquisitiva serie de preguntas.

– ¡Uff, que el Todopoderoso me perdone pues hace tanto tiempo que no hablaba de aquello! – respondió con cierta nostalgia y pesar el padre al vástago – ¡Aún no había nacido yo cuando todo aquello ocurrió…! ¡Es parte de tu historia, de tu familia, del por qué estás aquí! Corría el año de nuestro Señor Jesucristo de mil y cuatrocientos y ochenta y tres…

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– Querido Sancho, ¿recuerdas nuestro shabat del tálamo? -le dijo cariñosamente María.

– ¿Por qué recordáis en este momento aquello, no veis que aún quedan largas jornadas para que perdamos la pista de los <Hombres de la Cruz>? – respondió en un tono hosco e incluso levemente grosero.

– Os lo digo, señor, porque tenéis la misma expresión, como después me relató mi padre, que aquel día, en el que antes de salir de vuestra casa no parabais de pasear de un lado a otro de vuestra estancia, y luego, después de todo, la elocuente lectura en la sinagoga mostró, en ese momento, que aquel orador sería alguien venerado y muy importante dentro de nuestra comunidad.

– ¡No, mujer!, ¿qué decís? En ese momento no estaba nervioso por la Torah ni por la expectativa que generaría en nuestro templo, sino porque aún me quedaban algunos días para estrechar entre mis brazos y perder totalmente el control frente a quien tanto amaba: vos – respondió jocoso Sancho -.

– ¡Por favor, mi buen Sancho, no digas eso que aún me sigo sonrojando y tenemos demasiada gente cerca! – dijo con voz más cómplice y entre sonrisas y con rubor su querida esposa.

 

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