Manuel Valero.- Cuando de niño acudía al puesto de Paulino del que colgaba el prontuario del tebeo nacional –comic, pero entonces no éramos tan internacionales- hacía mis propias especulaciones sobre el modo en que la historia de El Capitan Trueno, inconclusa la semana anterior, continuaba. Porque lo decía el tebeo apaisado tamaño cuartilla de a una cincuenta pesetas: continuará.
Debo reconocer que no acerté una sola vez pero eso no constituía ningún shock para mi curiosidad infantil y mi adicción por las andanzas de un guerrero español, comm,il faut, cruzado, para más coña, que repartía fostiones como panes a malandrines de todo cuño, que tenía dos amigos inseparables, y una novia nórdica a la que nunca vimos besar en la boca. Esto sí me llamó la atención y me preguntaba por qué un español de pura cepa andaba en amoríos con una tal Sigrid pudiendo hacerlo con lozanas andaluzas o cualquiera otra belleza autonómica.
Cuando me enteré de la muerte de su creador sentí un acceso casi violento de nostalgia porque al contrario que la esperanza, la infancia es lo primero que se pierde, aunque nos quede, precisamente, la esperanza de regresar a ella cuando las fuerzas flaqueen, el pelo se escarche y la memoria chisporrotee.
Uno que adquirió el hábito lector con las andanzas de El Capitán Trueno, idea de Andrés Mora magistralmente dibujado por Ambrós (Miguel Ambrosio) le reconoce ahora el mérito de las primeras hombrías y el impagable favor que hizo a millones de niños de este país –sí, niños con o- por llenar su tiempo y saciar su fantasía , después de excomulgarlo ideológicamente y quemarlo en la hoguera de la iconoclastia franquista, por más socialista unificado (comunista) que fuera su padre, el padre de El Capitán Trueno, digo, el señor Mora.
El Capitán Trueno como todo lo que salía de las editoriales lo hacía escrutado hasta el hilo microscópico del papel, y así tuvo que sortear la censura evitando espadas ensartadas en cuerpos con su correspondiente surtidor de sangre, (las estocadas eran mandobles) y las heridas graves eran producidas por el puño y puñal de un felón oculto en una estrella como onomatopeya gráfica del golpe. Por supuesto, nada de muslos, pechos, canalillos, besos con lengua. Ni siquiera un inocente yacer con la heroína remota de la brumosa Thule. Y sin embargo, dicen que Manuel Vázquez Montalván veía “un discurso progresista en medio de la ortodoxia franquista”.
Francamente, pasados los años, uno no ve ese progresismo, ni siquiera sugerido sutil e inconscientemente, entre otras cosas porque a los niños esos retorcimientos nos importaban una minda y lo que queríamos ver era a Trueno y a Goliath y a Crispín despachando a los enemigos de la Cristiandad a puñetazo limpio, a mandobles o a cabezazos. “Me llaman el cascanueces”. “Santiago y Cierra España”, que decía el héroe creado por un comunista catalán en quien Montabán detectaba un prurito progre, que yo creo que lo hacía para exonerarlo por crear un mito políticamente correctísimo que hacía las delicias de la sociología infantil de la época con el visto bueno y bien visto y bien bueno de la censura encantada de que un caballero español enemigo de la morería, noble, abnegado, defensor de la patria y demás verborrea se hubiera convertido en un referente nacional entre los cachorros de la OJE, y en un éxito editorial de a 350.000 la tirada semanal.
Y sin embargo, con los ojos de hoy no hay héroe más incorrecto que El Capitán Trueno, cuyas aventuras completas serían sin duda reprobadas por la flacidez emocional de la cursilería reinante y reinona, por los defensores de la Alianza de Civilizaciones y por los laicistas recalcitrantes y tal vez llevado a la hoguera de la cultura oficial del Movimiento. Ni siquiera la película que se rodó en el Castillo de los Calatravos alcanzó éxito comercial. En parte por la deficiente realización y ambientación y el guion muy en la línea de la moda del medievalismo mágico, y en parte porque al fin y al cabo era El Capitán Trueno, caballero español que estaba dispuesto a morir por Dios y por la Patria, que salió de la mente de un catalán izquierdoso y alumbró la senda del placer de la lectura a varias generaciones y en quien Montalban detectaba una disidencia tan fina como un pelo. Tal vez por el Santiago… y Cierra España, salvo que Montalván creyera que el señor Mora se refería a Carrillo, que creo que no.
El tebeo de la infancia nos llevó del Capitán Trueno (a veces secundado por El Jabato) a la internacionalización de Hazañas Bélicas. Que obviamente eran relativas a la Segunda Guerra Mundial, toda vez que era impensable la crónica dibujada de la Guerra Civil. Nos llevó, ese viaje gráfico y literario, de la paramera medieval al mismo siglo XX, que era otra forma de mirar hacia afuera. Lo más sorprendente es que recuerdo más el impacto de Trueno y compañía, que la novela de Víctor Mora, ‘Los plátanos de Barcelona’.
Aunque soy más joven que Valero, su artículo -que mucho me ha gustado- me ha hecho sentir melancolía. Yo recuerdo a la gente, acudir con grandes paquetes de novelas del oeste a intercambiarlas a Paulino. Había un escritor, cuyo nombre no recuerdo, de una feracidad increíble. Muchas, sino todas, de esas novelas estaban escritas por él.
El fallecimiento de Victor Mora me hizo evocar los tiempos en que mi amigo Edu y yo ( ambos unos viejunos de 56 castañas), por culpa de la escasez de recursos, acordamos adquirir las aventuras del Capitán Trueno cada uno una semana. Y también pensé que si hoy se hiciera una versión renovada de las historietas, tendría como protagonismo a una mujer. Son las mujeres las verdaderas heroínas de estos nuevos tiempos ,y si no que se lo digan a las deportistas españolas , esas jabatas que están engordando el medallero en estos JJ.OO.