Hoy en día, generamos datos sobre información privada casi a la misma velocidad a la que respiramos. Nuestros teléfonos móviles emiten señales de búsqueda de redes en breves lapsos de tiempo, por lo que es posible obtener un recorrido de nuestra localización en todo momento.
Al aceptar las condiciones de privacidad que imponen las compañías por la instalación de un programa en cualquier dispositivo informático, les cedemos una parte importante de nuestra intimidad. Podríamos pensar que estos datos, generados casi inconscientemente, están a disposición de unos pocos; pero no es así, hay mucha información disponible para cualquiera, como las que se encuentran en las redes sociales.
La información se crea con datos. La inteligencia artificial se encarga de que un ordenador – en nuestro lugar – convierta dichos datos en información de manera automática. Un ejemplo sencillo: una máquina es capaz de interpretar el lugar donde se halla un teléfono móvil todas las noches como el domicilio particular del usuario. Al acceder a Youtube, se nos recomienda una serie de videos, en base a búsquedas que hayamos hecho anteriormente, aunque sea meses atrás. Nada más abrir Facebook, se nos recuerda una entrada que hayamos hecho tal día como hoy en años anteriores ¿Cómo es posible escoger la más interesante de todas? Puede ser porque, en su día, dicha entrada haya suscitado la curiosidad pública, y que haya habido bastante gente que detuviera el avance de búsquedas de entradas parándose a leerla; concluyendo así que si dicha entrada tuvo interés en su día, puede seguir teniéndolo en su efemérides (y ofreciéndola).
El nivel de información es espectralmente amplio. Sobre quién, cómo, con qué finalidad, se recopilan y se usan esos datos, esa información, podría iniciarse un debate muy interesante, que contemplase toda clase de cuestiones éticas: hasta qué punto entendemos que debería ser admisible todo esto, quien garantiza nuestra seguridad y nuestra privacidad, por qué para disponer de una aplicación debo ceder información personal a las compañías, etc. Porque, en mi opinión, adquirir información que provenga de esta forma – es decir, no adquiriéndola de forma directa con conocimiento de la persona, sino por la que genera inconscientemente – es una inversión disponible para quien quiera o pueda pagar por los beneficios que aporta, sean interesados o altruistas. Es decir, una información que no está al alcance de cualquiera.
Sin embargo, lo que en cierto modo más me preocupa es que esta circunstancia es propicia para la alienación social. Me explico: el “sistema” (técnico, si así se entiende mejor) sabe lo que nos gusta, y nos ofrece lo que más se ajusta a nuestra identidad. Abrimos internet, y lo que se nos muestra es nuestra propia imagen reflejada. Nos reafirma nuestra identidad y nuestra forma de pensar, y nos ofrece pocas vías nuevas o alternativas de conocimiento; porque “compramos” lo que nos gusta – porque nos venden lo que saben que nos gusta. Esto nos vuelve más maniqueos. Incluso el “sistema” puede hacernos sugerencias por publicidad de pago. O por el número de visitas, con lo que el valor de las páginas no se establece por su calidad, sino por su cantidad, por valores de mercado en muchos casos. Y ya sabemos que la mayoría de las veces, cantidad es sinónimo perfecto de banalidad, lo que a fin de cuentas nos trae al principio de la ecuación: la alienación. En estas condiciones, comunicar una propuesta distinta o novedosa, “contracorriente”, resulta aún más difícil.
¿Es que es necesario ir contracorriente? Pues depende de nuestro propio grado de satisfacción con las cosas, así como de nuestra propia implicación. Porque a menudo ir contracorriente, manifestarse públicamente (lo que vulgarmente se llama “la mosca cojonera”) no es algo que tenga reconocimiento, sino más bien lo contrario. Si además esta actitud genera “datos”, parece lógico pensar que se obtenga de ello más perjuicio que beneficio. Lógicamente, también dependerá del nivel de manifestación de la discrepancia: con un feliz y asertivo “me_gusta/me_disgusta” sobre algo que desaprobemos, ya se puede cubrir nuestra cuota de revolucionario contracorriente.
Por tanto, entiendo que la cuestión fundamental se plantea sobre la forma de expresar o acceder a ideas alternativas, extrañas, diferentes, y el alcance que dichas formas pueda tener. Si nuestra información sobre el mundo proviene principalmente de la oferta de los medios de comunicación (controladas por los poderes fácticos), y de las redes sociales (manipulados por la inteligencia artificial), cambiar la situación de alienación sostenida es casi una misión imposible.
Aunque a estas alturas no vamos a engañar a nadie. Aparentemente podremos preservar nuestra identidad utilizando seudónimo, pero solo ante determinados foros de acceso público: otra parte de la información está a buen recaudo, en algún lugar físico que algunos siguen llamando la nube, como podrían haber llamado al nuestro Babia. La privacidad se ha convertido en utopía.
Pares y nones
Antonio Fernández Reymonde