Muchas personas confunden el arte moderno con todo aquello que sea raro, sin juicio de valor, perspectiva o retrospectiva. Frío, frío.
Podríamos establecer una serie de categorías para ir centrando la cuestión “¿qué nos cuenta el arte abstracto?”: Arte frente a lo que no es arte. Arte verosímil (podría ser real – como el arte figurativo, aunque no sólo) o inverosímil. Arte formalista (podría responder a los cánones – o no) o conceptual… ¿Y qué es el arte abstracto? ¿es útil el arte abstracto? ¿hay que ampliar el campo de las “Bellas Artes”? ¿Por qué tiene que transmitir belleza – como mucha gente piensa – o considerar unas áreas artísticas con mayor jerarquía que otras por su capacidad de comunicar realidades tangibles? ¿Por qué necesitamos el arte?
Algunas respuestas a estas preguntas podrían darnos indicios para valorar el arte abstracto, aunque de vuelta a la realidad, cualquier respuesta puede resultar igualmente contradictoria. Por ejemplo, cabe pensar que la arquitectura sea un arte abstracto por antonomasia. No remite al mundo real, sino al imaginario y a las referencias que impone la tradición. No es solo cuestión de observar proporciones (que también). Está lleno de códigos, por los cuales podríamos diferenciar a simple vista edificios singulares como teatros, edificios oficiales, etc. ¿pero todo edificio debe tener una relevancia artística? Creo que la respuesta afirmativa se desmentiría en ese catálogo de despropósitos monstruosos de plantas, fachadas, volúmenes, entornos, no solo en edificios públicos y viviendas, sino en ciudades, repartidas por toda la geografía española, no producto de meros aficionados, sino de arquitectos y constructores profesionales. Podríamos extender la observación a monumentos escultóricos recientes. Si el artista es de una calidad mediocre, el resultado será mediocre. Luego, incluso en áreas aparentemente abstractas por definición, hay códigos. Porque los códigos no solo sirven para diferenciar tipos de edificios, todo código es la fuente de la idea en la comunicación entre creador y receptor, con una delimitación en los usos de los códigos – comunes entre el autor y su tiempo – que definen el estilo y con ello reflejan en cierto modo una época. Y aquí, creo, es donde radica el primer error, “pedir peras al olmo”: si no se lee el objeto con el código de su tiempo, con el código adecuado, el objeto no alcanzará nunca su pleno valor, la comunicación habrá fracasado.
El arte abstracto no es sino la materia reducida a su nivel más elemental y que una vez desprendida de toda la carga retórica de la historia, los elementos que la configuran se desarrollan desde cero. Un ejemplo claro de abstracción es la metáfora poética, que esconde otros significados más ricos detrás de una lectura propiamente lineal. Puede carecer de simbología o referencia procedente del mundo real (aunque no necesariamente) pero también crear sus propios códigos formales, y con ello, su propio estilo. O incluso en la fotografía, arte figurativa por excelencia, no encontramos el valor solo en el objeto, sino en aspectos plásticos de trasfondo abstracto (la luz, el encuadre, el color, la proporción,…). De hecho, el arte abstracto es una realidad que lleva más de un siglo habitando entre nosotros, con sus distintas evoluciones y periodos estilísticos – el arte abstracto no es inmovilista – conviviendo con una diversidad amplísima de tendencias, viejas y recientes, que es lo que caracteriza a nuestro tiempo.
Gran parte del público sigue otorgando el mérito a la obra por la dificultad del artesano que la crea, o por el dominio del medio, o de nuevos medios. Llevado al extremo contrario, el arte abstracto no tiene por qué juzgarse a partir de este principio, pues su función es más conceptual que material. Y creo que aquí no vale todo tipo de propuestas, confundiendo la provocación conceptual – impulsora del progreso artístico y del pensamiento – con la ocurrencia o la ecuanimidad de propuestas inverosímiles de valores éticos de distinta clase. Por ejemplo ¿Qué tendría de arte real, no testimonial, hacer un concierto en el pico del Everest?
Stravinsky decía, provocadoramente, que la música es incapaz de expresar nada. Creo que aludía el compositor ruso a que los códigos abstractos no son objetivos, sino subjetivos. Es precisamente en la capacidad de conectar con el mundo subliminal personal donde radica la posibilidad de comunicación. Da lo mismo que el área artística sea plástica, temporal, narrativa… Lo que contiene un ritmo pausado contagia calma. El estatismo (la ausencia extrema de ritmo) es recogedor, anula la iniciativa. Un efecto punzante, chillón, sorpresivo, se entiende como una amenaza, asusta. Una repetición de una muestra larga afianza la idea. La repetición constante de ideas breves puede resultar excitante. La indefinición del perfil, provoca duda. El gesto rotundo define seguridad. La presencia exuberante de elementos, inquietud. Lo amplio indica magnitud, solemnidad. Combinados estos aspectos, la experiencia es lógicamente compleja… a lo que hay que sumar ese coeficiente de subjetividad. Supongo que la psicología y la musicoterapia estudian precisamente la conexión entre ambas experiencias, la artística y la sensitiva. Ciertamente, el arte abstracto puede carecer de emociones, de cierto tipo de emociones, para abrirnos la puerta a otros mundos sensibles que son inaccesibles por vías convencionales – si somos capaces de entrar en simbiosis con la propuesta que se nos presenta.
El arte siempre ha jugado un papel de comunicación. Sabedores de ello, siempre ha sido una herramienta de ostentación del poder: la Iglesia, la nobleza, la burguesía, los poderes políticos, han encontrado en sus distintas manifestaciones (monumentos, pinturas, óperas, obras de artes mayores y artes menores creadas por las mejores manos del momento) una forma de expresión que transmitiera al pueblo su superioridad, su ideario. La razón queda dicha: el arte contiene códigos. Hoy el arte, tal como lo concebimos, aparentemente ya no sirve a este propósito. Una Administración no concibe un teatro auditorio, un monigote en una rotonda o un polideportivo por la calidad del artista, sino por los réditos electorales. El fondo es el mismo por los siglos de los siglos, pero los medios no. No obstante, más allá de la calidad de la obra, se suele apostar por el estilo, lo que también habla de la forma de concebir la relación de quien ejerce el poder con sus gobernados: una apuesta “conservadora” nos indica que los gobernantes apuestan más por valores del pasado que por la superación que llevan los nuevos tiempos; mientras que una apuesta “moderna” nos quiere indicar que los gobernantes están por delante de su pueblo, a la vanguardia – aunque sea a través de autores tan mediocres como aquellos que hacen el encargo. Todavía más, los poderes públicos, que tienen entre otras funciones velar por la cultura, deberían demostrar con su capacidad de promoción del arte moderno/abstracto una apuesta por elevar el nivel cultural de la población. Porque el hecho de que una parte importante de una sociedad no entienda la evolución de los códigos, es otro síntoma de su atraso cultural. Por eso, en mi opinión, no es mediante grandes obras abstractas donde el arte cumple su función respecto al poder, sino en dos medios: en el diseño gráfico, y sobre todo en la ficción cinematográfica.
Podríamos incluso preguntarnos hasta qué punto es útil el arte. Para empezar, el arte es una manifestación individual, independientemente de su calidad. Con eso, ya tendría su utilidad, aunque es absolutamente insuficiente para valorar la calidad de una obra.
Pares y nones
Antonio Fernández Reymonde
Joder, Antonio, menudo artículo. ¿Lo has escrito del tirón? Pásaselo al concejal de cultura a ver qué dice.
«La repetición constante de ideas breves puede resultar excitante» versus «No es no y qué parte del no no se ha entendido» O sea, que P.S. mantiene su posición porque le excita, o porque excita, o desespera a la vez, a sus fieles/oponentes. ¡Qué pillín!
En fin, es broma. El artículo es muy interesante, aunque te obligue a leerlo con detenimiento.