Se conoce que a Roa Bastos le eclipsó la desbordada afluencia de escritores de su entorno geográfico. Los grandes nombres de Vargas Llosa, Carlos Fuentes, Juan Rulfo, García Márquez y Julio Cortázar brillaron justo en el momento en el que Roa Bastos ofrecía al mundo algunas de las mejores obras de la literatura sudamericana del siglo XX. Debió de ser esa fatal circunstancia (la aparición de varios talentos de primera al tiempo que el suyo) la que lo ha condenado –al parecer, de modo irremisible– a ser una especie de subescritor comparado con el listado expuesto. Sin embargo, de la lectura atenta de la presente obra, uno acaba sacando la conclusión de que Roa Bastos mereció más fama de la que obtuvo. Casi todos (casi todos los que lo recuerdan, claro) nombran su obra maestra Yo, el supremo; pero la que hemos traído a este cónclave no es menos merecedora de los ditirambos que la genuflexa crítica literaria celtíbera actual reserva para escritores que no podrían ni soñar con lo que ofrece el paraguayo: nada menos, una novela histórica de calidad; por supuesto, una novela histórica que no tiene pero nada que ver con los mamotretos sobredimensionados en páginas y ornados de cubiertas aptas para compradores de tebeos del Jabato, ya saben: esas historias de espadachines disfrazadas de obras literarias con ínfulas de solemnidad, pretensiones dinerarias y afán de patriotería. Nada más lejos en Vigilia del Almirante. Augusto Roa Bastos se desentiende de los complicadísimos juegos léxicos que esgrimió en Yo, el Supremo, y nos ofrece, ahora también, un retrato en primera persona, alternada con una voz de narrador omnisciente en tercera persona que completa a la par que reviste de inquietos destellos las memorias del descubridor de América. Según él mismo explica, Roa Bastos presenta la obra como una especie de reacción a los fastos del Quinto Centenario. Pero tiene la suficiente categoría como escritor y como ciudadano para eludir el panfleto ruin y rencoroso. En lugar del ridículo y manido expediente en que consiste el insulto y la falta de respeto, el paraguayo ofrece un relato –verídico y, sobre todo, creíble– de supersticiones, mala suerte, miserias, soledades, pesadillas, destrucción, tortura y condenas a muerte. Colón fue un hombre triste que quiso todo y no tuvo nada, que se ganó el odio y aun el pánico de sus marineros, que inició un pleito contra la Corona de Castilla que habría de prolongarse siglos y del que nadie sacaría nada en claro. Según se desprende de la obra que nos ocupa, el triste Almirante luchó contra su destino, cambió el curso de la Historia y murió abandonado por aquellos a quienes enriqueció.
Emilio Morote Esquivel
Palabras marginales
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Es un gran libro y un gran escritor. He tenido la suerte de leer este mencionado libro y «Yo, el Supremo», que es impresionante, quizás muy localista, para naturales de su país y conocedores de la historia de Paraguay, pero te sumerge en la apasionante tenebrosidad de un país que, incluso hoy, es un misterio para la mayoría.