Los documentales de animales no solo sirven para dormir la siesta. Nos enseñan muchas cosas sobre nuestro comportamiento, qué es lo que compartimos y lo qué no con otras especies. Por ejemplo, entre los monos, de cuando en cuando, el jefe de la manada se ve retado por algún macho joven que aspira a sucederle.
El premio, será hacer de todas las hembras sus concubinas. Es lo que tiene la naturaleza: sencilla, limpia, directa. Privilegios del poder.
Los humanos conservamos un poco ese deseo de dominación. En parte somos más racionales, y con frecuencia estos instintos los canalizamos de forma pacífica y educada. Incluso podremos renunciar a ello, a ser competitivos, y aprender a perder deportivamente en una competencia. En parte. Porque estos instintos primarios, brutales, se manifiestan corrientemente en forma de acoso entre gente común de toda clase.
En el acoso, una parte ejerce el poder de forma abusiva frente a otra parte, favorecida por una situación de clara desigualdad previa a la contienda. Y digo parte, porque podría tratarse tanto de una persona, como de un grupo. Puede ser un profesor frente a sus alumnos, un marido frente a su mujer, una mujer frente a su marido, un padre frente a un hijo, una hija frente a su madre, un compañero de escuela frente a otro, una peña frente a una vaquilla, un jefe frente a un subordinado, un hombre frente a una joven… El acosador no entiende de sexo, edad, condición, ideología política, credo… El acosador sabe que su victoria está garantizada, porque su posición de inicio es privilegiada, y disfruta con ello. Tan seguro como que el sabor de la victoria y el éxito privado o social le está vedado en otros contextos. Por eso le hace tan feliz sentirse fuerte en algo, consciente como es de su inferioridad en otros campos, celoso del propio acosado en muchos casos– a quien siente como amenaza. Si no fuera así, el acoso no tendría ningún aliciente.
El acoso es una forma de amenaza verosímil de un maltrato. El maltrato efectivo podrá llegar o no, pero la amenaza ya queda, y la víctima del acoso ya ha recibido con ello el primer impacto.
Me resulta muy ilustrativo el caso de esos jóvenes – y no tan jóvenes – defensores de las tradiciones del maltrato animal. No me refiero a la lidia, esa forma tan civilizadamente artística de que un torero engañe con pases de capote a un toro previamente torturado (torear, se dice), sino a las fiestas de los pueblos. Es el momento álgido de la exhibición del macho mamarracho, de amplio aguante etílico, gritón, fuertote, frecuentemente de poco entendimiento, que espera su momento del año, su momento de gloria, su desquite, para mostrar su valentía – preferentemente en grupo – dado que el resto del año tiene que tragar con situaciones en las que el subyugado es él. Los he conocido en fiestas por toda la España profunda.
El espectador frente al acoso se ve en la situación de tomar partido. Porque normalmente la situación de acoso, de baja o alta intensidad, se percibe e inquieta. Y no pensemos en el acosador como en quien piensa en “el hombre del saco”. A menudo, los niños más inteligentes, más asertivos, más educados, los recién llegados a un colegio nuevo, son víctima fácil del escarnio; empieza el acoso un niño, el mandón de la manada o el que pretende con ello hacer méritos; los demás miembros, gregarios, actuarán en la misma línea, pues con ello consiguen – además de ese placer de una victoria sin oposición – formar parte del grupo de ganadores y una manera de aparentar un potencial poder, un antídoto para no ser igualmente víctima de las agresiones de sus compañeros. Es lo que tienen nuestros monitos, que todavía están por civilizar: cosas de niños. No pensemos que en la infancia todo es inocencia, el acoso es evidente y rara será la escuela donde no haya casos; quien no ha sido educado para corregir estos comportamientos, quien no ve nada malo en ello, ha aprendido la lección de por vida.
La satisfacción de quien acosa o maltrata, jamás alcanzará el nivel del daño que recibe el maltratado. Sobre todo, si es continuado en el tiempo o especialmente atroz (o especialmente atroz y duradero). El daño es traumático y no se limita al momento puntual de la acción, sino que perdura después, mucho después, incluso en momentos de soledad, y afecta a la personalidad del acosado en cualquier ámbito. A veces, se aprende a salir del trauma, pero a veces no: en esta forma de selección natural hay también cierto darwinismo.
Por extensión, una sociedad que asiste pasivamente o justifica de algún modo el acoso y el maltrato, es una sociedad enferma. Y la nuestra lo es. Lo fue en tiempos de la dictadura y en tiempos de la transición, y lo sigue siendo hoy. Una de las consecuencias de este trauma, mucho tiempo después, se refleja en el propio espíritu nacional, donde todavía es difícil sustraerse al tema de las identidades con las banderas, o al propio término España – o su eufemismo, el Estado español – para referirse a nuestra patria. O en el problema sin resolver del sistema educativo. Ejemplos hay “por doquier”. Pero no solo por la política, nuestra sociedad está enferma porque el alcance del escándalo cotidiano ante las múltiples formas de maltrato ajeno (en forma de precariedad, por ejemplo) es muy escaso.
Combatir el acoso en cada ocasión que aflore, sin piedad, sin complacencias, día a día, debería ser una obligación moral de cada uno de nosotros; tolerancia cero con cualquier forma de acoso o maltrato. Y frente a la brutalidad, divulgar las ventajas de los buenos sentimientos; o si no, al menos del valor de la hipocresía y la civilización.
Desconozco el sabor del acoso, porque les aseguro que la empatía me proporciona muchas satisfacciones.
Pares y nones
Antonio Fernández Reymonde