Quizá midieran los pasos de una polca, las miradas en el tocador de una dama, la espera de un encuentro secreto, o una cita amorosa entre frufrús de polisón y sombreros de copa. Quién sabe. Victoria Anguita cree que una joya, un reloj, no pertenece a nadie. O se destruyen o viajan en el tiempo y llegan a las personas y los rincones más insospechados. Es el caso de los ocho relojes del siglo XIX que Anguita exhibe ahora en Puertollano, en su establecimiento Carbono Puro (Avenida Primero de Mayo, 46).
Tempus Fugit. El tiempo se escapa, o nos consume y nos obsesiona. Estos ocho relojes fueron rescatados por el relojero Higinio Luna, tío de Victoria, en oscuras tiendas de anticuario o desamparados al sol en el rastro de Madrid, momias mecánicas llenas de polvo o cadáveres tendidos al sol con el rictus congelado en sus manecillas inertes.
Ellos, siervos del tiempo, acabaron paradójicamente abandonados en su lecho cenagoso, aunque gracias al buen oficio de Higinio fueron recuperados y vueltos a la vida. Ahora se muestran flamantes en la tienda de Victoria, implacables en su compás de péndulo, sincronizados a la perfección, enigmáticos como cajas blindadas de secretos.
La mayoría de ellos son de origen francés. Durante su labor de catalogación Anguita ha descubierto que algunos tienen sus réplicas en los salones del Congreso de los Diputados, donde marcan la historia de España. Aquí, en Puertollano, marcan los sueños de la familia de Victoria, que quiere compartirlos con sus amigos y clientes. Una joya no pertenece a nadie, repite. Pasa un tiempo contigo pero después va a otras manos. No le falta razón. Higinio guarda los relojes celosamente, pero tampoco le pertenecen. Si acaso, a aquella pareja que una vez bailó un vals, en un salón estilo imperio, en un palacete del Madrid de 1830.