Hace cien años no andaba el Consistorio con remunicipalizaciones ni levantando la Plaza Cervantes, por lo que los reporteros de antaño tenían poca cosa que contar, especialmente cuando nada alteraba la paz octaviana de la capital. A veces les resultaba imposible rascar una noticia. Por no ocurrir nada, ni tan si quiera en la Casa de la villa, donde la sesión se suspendía por falta de asistencia de los señores concejales.
El mejor remedio contra la sequía informativa no era otro que el paseo. Deambulando por Ciudad Real, lo mismo uno se encontraba a unos chicuelos remontando cometas que a un joven trajeado andando «más deprisa si cabe que el señor Pacheco».
De primeras, el reportero cree que podría ser un lacayo, por la gorra y bandeja que sujeta con ambas manos; a continuación supone que se trata de un oficial de una barbería «ínfima», al ver los cacharros de hojalata que lleva sobre la bandeja: mohosos, ennegrecidos y restañados, «como los botes en los que solían dar agua en la escuela».
Cuál no fue su asombro al enterarse de que el sujeto no era ni más ni menos que un mozo del Casino de Ciudad Real que venía de servir a un parroquiano una café con leche. Preguntado el joven por las cafeteras, explicó que en el Casino se utilizaban de metal blanco, aunque por su uso y el tiempo se habían puesto doradas; pero a los que se les sirve el café a domicilio… «en esos cacharros asquerosos».
«Con razón vivimos en el país de la viceversas», concluía el cronista. «Bueno que a los señores socios se les sirviera el café en esos cacharros, porque al fin y al cabo todo quedaba en casa; pero exhibirlos en la calle… ¡oh, qué idea formará del Casino de Ciudad Real el forastero que vea tan mohosas y restañadas cafeteras!».