Fermín Gassol Peco. Director de Cáritas Diocesana de Ciudad Real.- “El primer día de la semana, al rayar el alba, las mujeres volvieron al sepulcro llevando los aromas que habían preparado y encontraron la piedra del sepulcro corrida a un lado. Entraron pero no hallaron el cuerpo del Señor Jesús. Estaban aún perplejas cuando se presentaron ante ellas dos hombres con vestidos resplandecientes. Llenas de miedo, hicieron una profunda reverencia. Ellos les dijeron: ¿Por qué buscáis entre los muertos al que está vivo? No está aquí, ha resucitado”. (Lc, 24, 1-6)
Después de haber celebrado la Semana de la Pasión y Muerte del Señor, esta es la gran pregunta que hoy, domingo de Resurrección creo hemos de hacernos: ¿Y después de la Cruz, qué? ¿Todo ha terminado en el monte Calvario? ¿Es la crucifixión y muerte de Jesús el último acto de su vida, de su Misión entre nosotros? Si nos limitáramos a responder desde lo que nuestros ojos ven, desde el esplendor procesional a la vez que cultural con que muchos celebran su particular y festiva Semana Santa, bien pudiera parecer que sí.
Porque causa perplejidad y tristeza observar cómo para no pocos de los que dicen ser creyentes, la Semana Santa parece tener su punto final el Viernes Santo con la crucifixión del Señor, o el no caer en la cuenta de que su muerte no fue el final. De ser así, si Aquel que murió colgado de un madero entre dos malhechores no hubiera resucitado, vana sería nuestra Fe, (I Cor, 15,14) y estaríamos “confiando” en un hombre bueno, molesto para el poder establecido, en uno más que se autoproclamó profeta, un iluminado, un líder político, un revolucionario… como tantos otros han existido en la historia. Sin embargo los cristianos creemos que no es así, que nada de esto resulta más ajeno a la realidad porque ahora ya sabemos que “todo quedaba por acontecer”; ¿todo? Sí, todo. En los planes de Dios, la muerte real y física del Hijo es una pascua, un paso a la Vida Eterna. Todos los hechos vividos durante esta semana, cobran para nosotros los cristianos su auténtico sentido en este día de la Pascua de Resurrección, el día en que celebramos el paso de la Muerte a la Vida. La pascua del Hijo muerto en la Cruz al Señor de la Vida, resucitado de entre los muertos.
Desde que hace una semana conmemoráramos la entrada de Jesús en Jerusalén, el misterio de la Pasión y Muerte del Señor presenta su culmen y único sentido en el hecho histórico de su Resurrección, fundamento único de nuestra Fe. A este acontecimiento histórico se le une otro “anterior” en los planes del Padre, esencial y exclusivo, de carácter meta-histórico, en el que resulta imposible penetrar si no es mediante la experiencia previa de la Fe. Curiosamente es este carácter trascendente de la Resurrección el que hace creíble el hecho histórico. Todo aquello que creemos, en Quien creemos, porqué creemos, absolutamente todo, dimana única y exclusivamente de la Luz que irradia la Resurrección. Sin ella no habría sido posible la Fe, la Esperanza y la verdadera Caridad.
El sepulcro vacío es una circunstancia que en ningún modo se antoja mínimamente suficiente para creer que el Señor ha resucitado. Las vendas por el suelo, ninguna prueba material que demostrara la ausencia del cuerpo de Jesús, tiene entidad para darnos la certeza de que quien allí se encontraba ha resucitado. Es la dimensión divina de un hecho al que la razón humana no puede llegar a alcanzar porque se trata de una acción que proviene exclusivamente de Dios Padre. “Por lo cual Dios también le exaltó hasta lo sumo, y le dio un nombre que es sobre todo nombre, para que en el nombre de Jesús se doble toda rodilla de los que están en los cielos, y en la tierra, y debajo de la tierra; y toda lengua confiese que Jesucristo es el Señor, para gloria de Dios Padre”. (Flp. 2, 9-11)
La Resurrección es el Acontecimiento que nos convierte en seres para la vida y sin embargo, cuánto le cuesta al hombre remontar el sentido fatal de la existencia, aquél que tiene a la muerte como su única y amarga compañera final. Si nuestra existencia acabara con la muerte para siempre, la vida, única realidad que nos define, se convertiría paradójicamente en una experiencia inhumana, en un insulto a la propia vida y nosotros los creyentes seríamos además los más desgraciados (I Cor, 15,19) pues habríamos apostado de manera radical por algo inexistente dejando de lado parte de lo legítimo y naturalmente bueno que esta vida nos regala, optando por aquello que lo trasciende.
La Resurrección es el final feliz de la historia admirable de amor de Dios a los hombres. La recompensa que el Padre tiene reservada al Hijo por haberse entregado como cordero llevado al matadero, vaciándose de sí mismo para salvar lo que por el pecado estaba perdido. La Resurrección es el fundamento de nuestro Credo, no solo porque quien con su resurrección demostró ser Dios, cuestiones ambas de Fe, sino porque desde ese momento, la perspectiva de la Historia y la visión que tiene el hombre sobre sí mismo adquieren un sentido radicalmente nuevo; y esa novedad consiste en saberse sujeto de Eternidad, siendo este ya su mayor e irrenunciable anhelo. El sepulcro vacío no es sino la prueba inicial de que con la Resurrección todos los seres humanos hemos nacido ya a una Vida nueva, en una Tierra nueva.