Si hiciéramos una encuesta, preguntando a la gente qué entiende por un comportamiento normal, seguramente saldría un resultado bastante diverso. Así que la normalidad, la norma no escrita, seguramente sea un concepto muy relativo.
A falta de un Einstein que formule una teoría para centrar esta relatividad, seguramente en esta encuesta podríamos encontrar puntos de acuerdo más o menos universales, en parámetros de conducta similares. La normalidad se convierte en un valor, y en una rareza, pues raro es encontrar a alguien que no tenga algún síntoma de anormalidad.
Paradójicamente, aceptamos comportarnos socialmente de manera “normal”, porque la anormalidad – en consonancia con lo anterior – es un valor negativo, que se nos vuelve en contra. Para equilibrar ambas fuerzas centrífuga y centrípeta, se necesitan las armas de la mentira, la hipocresía, la asertividad, etc. Dicen los especialistas que el uso moderado de estas armas es adecuado para la convivencia, y por eso llamamos desequilibrado a aquella persona incapaz de controlar su anormalidad. Es entonces, al poner en la balanza lo que somos con lo que parecemos, cuando nos definimos. Aceptemos que todos mentimos, pero se llama mentiroso a alguien cuando el propósito es hacer daño.
Para liberar estos bajos instintos, no hay invento más perfecto que la máscara. El anonimato es perfecto para mostrar la cruda personalidad, sin que nadie reconozca a quien se manifiesta con bajeza y pueda pagar factura por ello. Y uno asiste perplejo, con vergüenza ajena, a debates de baja estofa, con personas que bajo seudónimo dan rienda suelta al insulto más ruin. El anonimato permite vomitarle al vecino hasta la bilis de mis malos instintos y saludarle al día siguiente en el ascensor con una cordial sonrisa. Claro, que siempre queda el subterfugio de la libertad de expresión, aunque se olvide con demasiada frecuencia que la libertad tiene un límite: el de no coartar la libertad del prójimo – ni producir vergüenza ajena, me gustaría añadir.
Así que éste es el dilema ¿nos liberamos, como en Carnaval, o nos civilizamos de raíz? Seguramente, si añadiéramos esta pregunta a la encuesta, optaríamos mayoritariamente por lo segundo.
Puestos ya en esta situación, uno asiste al teatro de la política, con sus principales actores. No lo digo yo, lo dice la prensa, pero mejor expresado no podría ser. Uno espera verse representado en el comportamiento de sus representantes, de forma “normal”, cuando además dicen que representan a la gente normal. Sobre todo, porque en un país como el nuestro, donde casi nadie se entera de nada, donde hay poco esfuerzo por conocer, donde lo poco que se sabe es porque un listillo dice lo que se le antoja en una tertulia en los medios – y si hay que calumniar, se calumnia impunemente – donde es tan fácil y gratuito confundir, las formas dicen mucho. Eso lo sabían hasta los monjes de la Edad Media, que hacían misa en latín pero adoctrinaban a la población analfabeta con las imágenes en los templos.
Pero cuando el teatro se convierte en espectáculo esperpéntico, uno deja de percibir sintonía con sus representantes. Y aquí no se salva casi nadie. Bueno, más o menos se salvan aquellos que, como los buenos actores,interpretan su papel de forma verosímil. Y es que hay que tener tripas, hay que valer para ser representante político, no sirve cualquiera. Poder discrepar frente al adversario sin perder el respeto (o por el contrario, sin hacer el teatrillo de turno frente al público para luego comportarse como los mejores amigos) ¿Qué quieren que les diga? Tal vez esté chapado a la antigua, tal vez sea un anormal, un bicho raro que se dice, pero para mí, la gente normal no monta el show ni pierde las formas. Ni me gustan las lecciones magistrales de Rajoy, ni los piquitos de Pablo Iglesias, ni el escenario de la firma del pacto Sánchez y Rivera con un cuadro tan emblemático como “El Abrazo” de Juan Genovés de tras-fondo. Ya se sabe lo fácil que resulta quedar bien a costa de hablar mal de los políticos, pero es que, como se dice vulgarmente, lo ponen a huevo; a mí, me molestan tanto la crispación como estos sainetes.
Pares y nones
Antonio Fernández Reymonde
El histrionismo y la afectación mostrados por los políticos durante la última representación en el teatro de las Cortes supongo que está en relación, al margen del ego de cada uno, con la falta de costumbre para debatir en público sobre las cuestiones cotidianas del país. Y no me refiero a todas de golpe en campaña electoral o en un debate parlamentario que merezca ese nombre, pues me parece imposible tratar de explicar doscientas medidas, ni siquiera veinte, en un único envite.
Para hacer comprensible e interesante un debate tan general es necesaria mucha discusión previa y especializada sobre las políticas que afectan a la vida diaria de los ciudadanos. Su carácter público y publicitado con la necesaria amplitud mediática, permitiría a los ciudadanos estar bien informados y los políticos no necesitarían tanta pose ni tanto grito en dos días de calendario.
Si no se habla de política en cuatro años, el debate electoral se acaba pareciendo al mundial de fútbol, se celebra cada cuatro años y sólo se espera que gane el equipo de uno, dando igual el jogo bontito que el patadón parriba. Incluso se parece en que los fans del equipo campeón no saben de qué alegrarse dos días después.
Extraordinario articulo.
Discrepo algunas veces de usted, pero este articulo me revela su agudeza de analisis.
Tiene en mi a un seguidor, a veces divergente otras convergente. Como es normal entre personas honestas y educadas.
Un autor para mi admirado, Juan Manuel de Prada, lo llamó DEMOGRESCA, un término que me encanta.
Celebro haberme encontrado este articulo.