En tiempos, hace como treinta años o así, todavía el cómic independiente atesoraba cierta aureola de respetabilidad, aunque fuese una respetabilidad lumpen y mal hablada como la que reivindicaban El Víbora y Makoki, revistas ya desaparecidas, cuadernos repletos de ácratas viñetas que llegaron a mí de manos de toxicómanos que veían en esos puñados de páginas una manera de ser cultos sin dejar la incultura.
Esto es, y como ya dijo alguien, los cómics eran lectura para los que no gustaban de la lectura. De este modo, en los años ochenta, hasta más o menos la época de la Olimpiada del 92, se mantuvo la ficción de que el cómic tenía un contenido “intelectual”. Convertido el cómic en una forma más de ganar dinero merced a la invasión del manga japonés y los siempre presentes superhéroes americanos, cualquier pretensión de contenido cultural ha quedado sepultada en un mar de medianías que, cosas de nuestros tiempos, cautivan a millones de chavales y adultos ávidos de una lectura de medio mogate, de muy escaso contenido y un fuste tirando a mongolo.
En este contexto, la reedición en un solo tomo de Maus constituye un soplo de aire fresco por cuanto aquí sí que podemos decir que volvemos al cómic con algo que decir. El Holocausto judío, tratado en dibujos, es de nuevo el pretexto para acercarnos a uno de los acontecimientos capitales del siglo XX, probablemente el acontecimiento del siglo y de la historia de la Humanidad desde el inicio de la era cristiana. Auschwtiz marca un antes y un después en el devenir de nuestra triste epopeya. Un amigo mío, agudo observador de la tragedia humana, me dijo un día que “después de Auschwtiz, ya sabemos de qué somos capaces”. Probablemente, de cualquier cosa, añadiría yo.
Quizá porque la narración del Holocausto, o como queramos llamar a la experiencia judía en los años del nazismo, contada en un volumen de tales proporciones (trescientas páginas en blanco y negro), podría resultar insufrible para un lector con sensibilidad, el autor optó por crear dos líneas argumentales; una, el presente del narrador, en Estados Unidos, en la que se describen los entresijos de las relaciones paternofiliales, precisamente, con uno de los supervivientes del exterminio; la otra línea argumental nace de la memoria de este superviviente, anciano y enfermo, que cuenta a su hijo cómo eran las abominables condiciones de vida en el campo de exterminio en los años finales del Tercer Reich, más o menos desde finales del 42, cuando el gobierno alemán comprendió que la Whermacht no iba a ganar la guerra a la Unión Soviética, hasta finales del 44, cuando los rusos invadieron Polonia y los campos de exterminio hubieron de ser abandonados por sus creadores (y de inmediato sirvieron a los soviéticos para albergar a prisioneros alemanes y otros aliados y simpatizantes del Eje, cuando no a los mismos rusos, lituanos, estonios, bielorrusos, ucranianos, cosacos, etc, que le habían tocado un poco los huevos a Stalin, pero esa es otra historia).
El estilo de Spiegelman recuerda sobremanera al de algunos de los creadores españoles de aquello que dio en llamarse “línea chunga”, en jocosa pero certera descripción de un enfrentamiento con la “línea clara” que cultivaban los creadores europeos, sobre todo belgas y franceses, y que era una corriente creada por Hergé y seguida por cientos de imitadores y discípulos. En esa línea chunga que en España ayudaron a implantar gentes como Gallardo y Mediavilla (nunca se ha hablado lo suficiente de estos dos), es donde cabe situar el estilo de dibujo de Spiegelman en este Maus, una historia donde los perseguidos, los judíos, son ratones, los perseguidores son gatos y cerdos. La utilización de animales, que nos remite directamente a los momentos más brillantes de la asombrosa fábula Rebelión en la granja ideada por Orwell, contribuye por un lado a ilustrar de un modo perfecto la sensación de vulnerabilidad de los judíos, y al mismo tiempo a distanciarnos lo suficiente para afrontar la lectura de este catálogo de horrores sin caer en un estado anímico que resultará ajeno para los que creen que nuestro mundo se parece más a Disneylandia que a un matadero. Sobre eso, como sobre casi todo, caben opiniones.
Emilio Morote Esquivel
Palabras marginales
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