Fermín Gassol Peco.- Dedicar de vez en cuando el intelecto a recordar tiempos pasados creo que es un ejercicio saludable porque supone algo así como reafirmar las raíces de uno mismo. Recordar es a veces añorar, en otras revisar la película de nuestras vidas con ánimo de rectificación o simplemente como es este el caso, para dar a conocer un trocito de lo que fueron los años de un pasado juvenil y estudiantil en Ciudad Real, en una época en la que nos conocíamos todos. Una ciudad provinciana… donde nunca pasaba nada, que por no pasar, no pasaban ni los coches.
Hace cuarenta años el centro de Ciudad Real estaba abierto al tráfico rodado. En la Plaza Mayor que por entonces no se llamaba así, los coches podían aparcar en las aceras de los soportales, los taxis esperaban en batería a que algún cliente de manera muy esporádica demandara sus servicios y los coches pasaban por debajo de los arcos del antiguo Ayuntamiento. Nuestro querido Braulio tenía entonces abierto su entrañable y diminuto bar en esa plaza donde sus tapas de pisto eran un verdadero icono; ¿Cuántas de ellas nos jalamos? Decir el número sería una temeridad y una profanación a la memoria, pero la cosa fue de muchos cientos.
Idénticas cuentas podíamos echar del bar de Paco en los mismos soportales con sus berenjenas y las cañas de vino a morro mientras que su guitarra nos alegraba de vez en cuando el trago, o el Ocho con sus exquisitas habas. Eran bares baratos, muy nuestros, punto de encuentro y lugares donde arreglar el mundo después de acabar las clases… mientras nos fumábamos los inevitables celtas cortos.
Recuerdo con simpatía uno de esos días, noche cruda de invierno, después de salir de clase de ITA. Nos dirigimos como de costumbre a tomarnos unos chatos a uno de estos bares. Ninguno de nosotros llevaba ni cerillas ni mechero; pedimos fuego a un transeúnte solitario con el que nos cruzamos; el hombre muy amable tras tocarse varias veces los bolsillos nos dijo que esperásemos mientras se dirigía a un “dos caballos” que tenía allí aparcado. Salió del coche el “buen samaritano” y nos dio fuego a la vez que decía con orgullo, “es que con esto de tener tantas casas”… El hombre estaba ufano de su casa rodante con un tapete trasero con cojín y todo. Y es que entonces tener un coche era un lujo aunque el coche tuviera solamente dos caballos.
Hoy casas y coches andan cabalgando muy mezclados a golpe de hipotecas, desahucios y caballos y como la vanidad es defecto muy tentador para el farde del estatus, ahí andan los bancos ofreciendo caballos con la garantía de los ladrillos y al revés, como si los ladrillos no tuviesen ya bastantes caballos galopando por encima.
Hace ya unos cuantos años que la Plaza es peatonal, fumamos mucho menos, Braulio ya no se encuentra entre nosotros, los taxis en la Plaza del Pilar esperan menos, tienen más trabajo, hay más clientes y sitios donde ir y Paco hace tiempo que partió también con su guitarra para tocar en otros escenarios.
El centro tiene hoy mucho más empaque con esas terrazas llenas de gente que le dan aire de ciudad moderna. Y en las ciudades modernas los coches ya no pasan por el centro. Es una medida acertada porque hoy los coches tienen muchos más caballos y sería inaguantable tanto relincho, que hoy los coches relinchan mucho, mejor dicho, los hacen relinchar algunos conductores que confunden las calles con un hipódromo. Y cuando galopan los caballos ya sabemos que es imposible no escuchar el sonido de sus gargantas, cerebros y cascos.
Coches con muchos caballos y muy distintos jinetes. Justo al revés de lo que sucede en estos días con los partidos políticos y el reparto de puestos para las próximas elecciones; que no tienen suficientes caballos en los que subirse. Que entonces… ya digo, no pasaba nada, no había ni elecciones… ni pasaban coches… ni caballos en los que poder montarse.