Fernando del Paso es un casi anónimo autor mejicano que –según el criterio de los mandarines de las letras– queda muy a la sombra de Juan Rulfo (con cierta razón, los mandarines) y de Carlos Fuentes (sin ella en absoluto). Existe el rumor de que Fernando del Paso no tiene muy buenas relaciones con el mundo académico y literario de su país.
Tal vez sea esa la causa de que novelas como José Trigo nunca se hayan convertido en pares de Rayuela o de Cien años de soledad. Puede que a algunos lectores exigentes la comparación les resulte exagerada, más en estos tiempos inciertos en que al menor descuido se tiende a dar tocomocho al contribuyente. No es el caso. José Trigo es pata negra, no gato enjaulado y encabronado ni liebre saltarina y poco nutritiva. La historia de José Trigo puede ser también la historia reciente de México, con sus movimientos revolucionarios, sus manifestaciones que acaban a hostia limpia y bombazo que te crío; con sus cristeros, sus emboscadas, sus fusilamientos y sus traidores, sus héroes y sus batallas al sol tremendo del desierto, sus huelgas ferroviarias, sus miserias, sus servidumbres, y también con sus glorias nacionales y su asombroso lenguaje literario que, como aquí, bebe de la tradición y de la lengua autóctona mexicana, apartada –al igual que otras como la argentina y la cubana– de la ibérica de Castilla la Nueva y regiones adyacentes. La novela, como Rayuela, es experimental, que nadie se llame a engaño; el argumento cuesta desentrañarlo, el libro hay que leerlo más de una vez, tres al menos o cuatro o cinco, y cuantas más veces nos adentramos en su frondosidad léxica y sintáctica y poética, mejor equilibrados nos sentimos, más unidos a la psique de un escritor de los que caben pocos en catorce arrobas y media, de escritores de esos de los que no se habla porque este mundo está lleno de envidiosos que se resisten a admitir el verdadero y extraño talento de los que no escriben por dinero, ¡qué cabronada!, ni por fama ni por haber ayuntamiento carnal con hembra placentera, peripecia esta última que no viene mal de cuando en cuando pero que no debe ser el motor que mueva los dedos tecleantes de un prosista de campanillas. Como es el caso.
Emilio Morote Esquivel
Palabras marginales
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