Como Jack London, como G.A. Burguer, Jonathan Swift ha pasado a la posteridad como un escritor para niños. Y lo ha hecho con este libro, por supuesto, del que, como de El Quijote, muchos han oído hablar pero pocos pueden afirmar que lo han leído de cabo a rabo.
Esta triste circunstancia explica lo dicho en la primera frase del comentario. Cabe dentro de lo realizable que los dos primeros viajes del libro (el que Gulliver emprende al país de los hombres diminutos y el que le lleva a tierras de gigantes), con un esfuerzo de adaptación mental ya que no de castración del texto, pudieran arbitrariamente reconducirse al terreno de la literatura infantil y juvenil; es posible, decimos, que un manejo tan turbio pudiera practicarse con la primera parte del libro; pero con los dos últimos viajes (los que le llevan a la isla voladora de Laputa y a la tierra de los yahoos) se hace harto imposible construir una narración infantil y juvenil, salvo que viviésemos en un mundo habitado por niños cínicos y jóvenes crueles o insensibles hasta extremos sobre los que casi da miedo elucubrar. Una raza de monstruos podría entender Los viajes de Gulliver como una broma para chavales. Y eso es precisamente lo que pone en evidencia un texto como el que nos ocupa: la lamentable condición de los seres humanos, definidos en la obra poco menos que como babosas vertebradas. Aquí, en las palabras de Jonathan Swift, la amargura ha subsistido hasta nuestros días. Las referencias políticas aparecen unas más veladas que otras, por aquello de salvar el cuello en los albores del siglo XVIII, época en que no estaría, digo yo, la Almudena para tafetanes. Estas alusiones a la monarquía y a la administración de Justicia de su tiempo, a las coaliciones de reinos en sucesivas y sangrientas guerras, han perdido vigencia. No así el fondo de la cuestión que tratan: el cinismo, la hipocresía, la crueldad, la maldad, la maledicencia, la avaricia, el egoísmo… Todos los vicios del ser humano expuestos en un libro que, como hemos adelantado, en su parte final se precipita en un foso de pesimismo del que resulta difícil salir entero. Jonathan Swift se permite, por supuesto, algunas licencias humorísticas. Sin ellas, la obra habría sido leída todavía por menos gente de la que lo ha hecho en los tiempos inciertos que nos ha tocado vivir. En su día, fue un éxito de ventas. En los nuestros, ha quedado como referencia marginal de una industria literaria que tiende más a lo vacuo que a lo reflexivo; más al entretenimiento superficial que a la inteligente disertación sobre las miserias humanas. Los viajes de Gulliver es, desde luego y por no andarnos con rodeos, una descripción pesimista de nuestra especie, una larga digresión narrativa que le deja a uno con la idea de cómo pudo este hombre vivir entre sus contemporáneos sin odiarlos, como su personaje cuando regresa de sus aventuras. Tal vez lo único que al escritor lo salvó del suicidio fue el humor. Que no falte, pues.
Emilio Morote Esquivel
Palabras marginales
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