Hay muchas formas de designar a alguna de las horas del día, o de designar con desgana a algunas de sus propiedades raras.
Así, la Hora Bruja, la Hora de la Marea, la Hora Tonta, la Hora Violeta, la Hora Blanca, la Hora del Ángelus y la Hora Quieta.
Como si hubiera horas Paradas, como si hubiera horas de algún Color. Como si las horas sintieran
La Hora de Atila, dicen. Para referirse en un reloj digital a las 11,11 horas. El momento único y preciso de la conquista bárbara.
Demostrando, con ello, la brevedad del imperio del bárbaro rey de los Hunos.
En los relojes analógicos, la Hora de Atila resulta invisible.
“El reloj de sol es que el menos se estropea”, mantiene Ramón Gómez de la Serna. Aunque ya sabemos que eso no siempre es cierto ni verdadero. O al menos, eso mantienen los relojeros en días nublados.
Por ello, es preciso anotar las diferencias profundas y no señaladas, entre los relojes analógicos y los relojes digitales: el tiempo circular y rotatorio de los primeros y el tiempo continuo, lineal y fluido de los segundos.
Los relojes eléctricos no necesitan cuerda, los ata la electricidad. O peor aún, los anudan las pilas metales raros.
Las preguntas insidiosas de Carcelén. “¿Por qué no duermen también las horas presas del reloj?”.
Pero ¿cómo iban a estar presas las horas?, si siempre están en fuga.
Las horas permanecen presas, sólo en los relojes parados y en los relojes averiados.
Aún y así, en esos relojes varados e inútiles, la hora es la verdadera dos veces al día.
Y los relojes de arena, ¿qué decir de su elementalidad? Llenamos lo que vaciamos antes. Y en ese intervalo de lo lleno a lo vacio, transcurre el tiempo. Y su reverso.
El reloj concentra nuestra atención en un solo instante fulgurante, pasando los demás momentos desapercibidos. Casi igual a lo afirmado por Oscar Wilde: “A veces podemos pasarnos años sin vivir en absoluto, y de pronto toda nuestra vida se concentra en un solo instante«.
Para John Wheeler, padre de la teoría de los Agujeros Negros, “el tiempo es la manera en que la naturaleza evita que todo suceda de golpe”.
Luego el reloj, que mide el paso del tiempo, sólo administra los flujos de la naturaleza y evita la negritud de los sucesos sin tiempo. El tiempo como un raro administrador.
Peter Handke mantiene que “para el hombre feliz no pasaban las horas, para el triste tampoco”. Si ello fuera cierto, las consecuencias serían fatales, al unificar el mismo tiempo de la felicidad y de la tristeza.
Pese a que Gómez de la Serna, sostenga que el “reloj no existe en la horas felices”, y por tanto sólo habría un tiempo que se mide y cuenta desde la tristeza y las desgracias. Habría que llevar encima, por tanto, dos relojes: uno para el tiempo alegre, otro para los momentos tristes. Pero ocurre, que a priori ignoramos su orden y su desarrollo.
Hasta ahora, el espectáculo se vinculaba al entretenimiento y era lo que llenaba las horas no productivas de los humanos. Era lo excepcional. A partir de ahora hasta la producción es un espectáculo permanente y su tiempo es casi continuo.
Fija José Gaos que “los creyentes mueren a la misma hora: horas de vísperas, después de un honesto y laborioso día de trabajo. El no creyente, por el contrario, muere a la hora del alba: la hora lívida de la aurora que precede al amanecer”. Aunque bien mirado, no haya tiempo propio para la muerte, que siempre llega a destiempo.
¿Cuántas horas de la infancia se llenaron de esa vaguedad familiar llamada la Hora Dorada?
José Rivero
Divagario