Los 40 grados de mi abuela

Manuel Valero.- El verano llega con un anuncio de olas que se remansan en la estepa en forma de calor, como si el calor fuera líquido, el estado natural sobre cuyo lomo puede esculpir el viento y el giro imperturbable del planeta, esa cadencia de jorobas que casi siempre rompen contra la tierra, al final, mansas y entregadas por muy bravo y arbolado que haya amanecido el océano.
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Llega la ola y la prensa lo avisa casi con tintes apocalípticos, y uno no sabe la magnitud del tipo con la que el cajista se las tendrá que ver cuando el termómetro cuarentón nos visite en enero. Que el tiempo está loco se lo escuchaba yo a mi abuela Casilda en los veranos implacables de mi infancia cuando asomaba la cabeza por la cortina de la puerta de la calle, siempre abierta, y no se veía ni un cuerpo con su alma, y de verlo, se apretaba contra la pared para seguir el hilo de sombra de las casas y las tapias.

Hoy nos dicen las bellezas histriónicas de la tele que alcanzaremos los 40 grados y nos recomiendan no exponernos a Lorenzo y beber mucha agua. Un alarde de originalidad que tales consejas comadrean por los pasillos de la ciencia autopromocionándose para el Nobel. Mi abuela Casilda, madre de seis hijos, esposa de un minero recio que murió joven y ejercía en la mesa del hambre una autoridad militar a la hora de repartir los chuscos, ya me lo aconsejaba cuando con la irresponsabilidad infantil por bandera nos íbamos al corralón a apedrear lagartos que se refugiaban en las grietas o entre la maleza de cardos silvestres. Y cuando me veía llegar me señalaba el botijo sin abrir la boca. Solo lo señalaba. “Vaya calor que hace, madre”, le decía mi madre a su madre. Y mi abuela le respondía. “En julio aquí… ¿qué va a hacer?” Y mi madre le seguía la conversación. “Anda que los que estén en la trilla…” “Un buen sombrero y un buen botijo. Como ése”, remataba. Las paredes de medio metro de tierra y piedra, las baldosas grandes como lápidas, un buen pozo para regar el patio y los pericones y una tupida parra… aquello era el aire acondicionado sin condiciones.

Hoy nos advierten de los 40 grados y nos ponemos a sudar de antemano reaccionando por anticipado ante el placebo de lo venidero, consecuencia del tránsito de los 24. Les explico lo que es el tránsito de los 24 que no me lo dijo mi abuela porque no era tan letrada, sino un conocido que hice en un bar frente a dos copas. Estábamos en la barra y la televisión anunció la ola de calor y los temidos 40. “En mi copa los querría tener yo”, me dijo. Y luego me explicó la teoría del tránsito de los 24. Reproduzco aquí más o menos de memoria la sabia explicación de aquel bebedor solitario. Sostenía que una persona de clase media vivía en un estado permanente de tibieza térmica. En cada casa de una familia media hay aire acondicionado, en el coche hay aire acondicionado, en la oficina hay aire acondicionado, en las tiendas hay aire acondicionado… en los edificios públicos de las gestiones varias hay aire acondicionado, en los cines hay aire acondicionado… en todas partes hay aire acondicionado. Y en invierno, a la inversa. Y así cada vez que salimos a la calle y rompemos esa burbuja protectora los 40 nos caen a plomo como si fueran años. Sonreí cuando mi amigo desconocido acabó con su argumento.

Es verdad que los grados se soportan menos con los años, pero la gente se hace a lo que tiene. En aquellos tiempos, por las noches, en verano, todo el vecindario se reunía en un cónclave vecinal, silla en ristre y cada puerta de la calle se convertía en la prolongación del hogar. Los niños jugueteábamos a las cuatro esquinitas y a la pídola y los mayores aireaban la exudación con un pedazo de cartón. Del interior de la casa, regado el patio como es debido ,salía una bocanada de aire fresco que revivía a los muertos, y eso que los muertos no se quejan del calor, precisamente.

Una noche pasó un vecino que tenía pinta de ser muy leído, era soltero y vivía solo desde que murió su madre. Se sentó un rato con los vecinos y les dijo que en América había aparatos que enfriaban el aire. Y las viejas se rieron con la negrura de su boca desdentada y gritaron entre risas. “Y pará quieren enfriar el aire si ya lo enfría el invierno. Bendito sea Dios”.

Duras, recias, ellas y ellos, llevaban los 60, los 70 y los 80 años con una vitalidad encomiables, tanta, que los 40 grados ede entonces ran apenas unos miserables gramos de menudillo.

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2 COMENTARIOS

  1. Memorioso, memorable y memoria del calor antes de las máquinas de frío. Yo recuerdo la primera refrigeración de un cine sevillano con el sistema Baviera. Uno chorro enorme de aire que atravesaba una especie de lluvia de agua y que levantaba las cortinas del salón, cuando los salones tenían cortinas

  2. Tus recuerdos coinciden con los que tenemos aquellos que ya tenemos una cierta edad. 40 grados en el sur de España es lo normal en el verano. Por eso, como tú dices, sabemos valorar la sombra . Como dice Serrat en su canción valorando cosas simples: » la sombra que en verano da una pared…». Esos pasillos o corredores recién fregados, con las baldosas de barro húmedas, llenos de pilistras. Así se combatía el calor. No existían olas de calor, ni de frío, ni alertas de ningún color y hemos sobrevivido. No obstante …los 40 …joden.

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