Puede que sea este uno de los volúmenes de cuentos más brillantes que publicó el argentino. Se conoce que le cogió la inspiración, esa volátil e hirsuta bestezuela tan inasible para el personal, sobre todo cuando el personal está pensando en las musarañas. Cortázar pensaría en las musarañas –quiénes somos nosotros para pensar otra cosa– pero de cuando en cuando se aplicaba y el resultado está en estas líneas, en esta docena de historias que van desde el cuento fantasmagórico a la recreación nostálgica de la adolescencia, pasando por el modelaje de mundos paralelos en los que no queda muy claro quién sueña a quién, qué es lo soñado y qué es lo real. Por si fuera poco, también hay una pequeña historia que se contiene a sí misma, que crea un bucle y en su final vuelve al principio, de manera que ahí podemos estar el resto de nuestra vida leyendo un cuento de apenas folio y medio que no acaba nunca. Llama la atención la peripecia narrada en primera persona por alguien que presumimos un adolescente, quien sale a pasear con lo que no sabemos si es un hermano retrasado, un animal doméstico o algo que no resulta ni una cosa ni otra. Además hay un cuento igualmente narrado en primera persona, pero en la intrincada jerga boxística argentina, experimento doblemente dificultoso que, cómo no, dota a la historia de un valor añadido: el que proporciona el oficio de Cortázar, un hombre que concebía la literatura como un reto, no como una forma de vender libros como churros; o eso al menos nos parece a nosotros, claro está, comparando la producción del argentino con las medianías que nos invaden cual alígeros antilocápridos en busca del forraje que pagamos de nuestros bolsillos, nosotros, pobres y poco exigentes lectores. La influencia de Kafka anda por ahí en forma de dos historias sobre conciertos de música que acaban como el rosario de la aurora; y luego tenemos la exposición de los temores de un solitario, hecho recurrente en la literatura por aquello de que escribir es una cosa que hace uno solo sin ayuda de nadie, y mejor que no molesten cuando el autor se sienta delante de la máquina de escribir y concibe a un hombre que va a un acuario a visitar un pez que le observa mientras el hombre observa al pez; parece trivial y seguramente lo sea, pero en manos de Cortázar tan liviano argumento deviene en pretexto para introducirnos en los vericuetos y circunvoluciones cerebrales de alguien que tenía un caletre muy por encima del mínimo común denominador propio de nuestro presente, nuestro penoso y deteriorado presente literario.
Emilio Morote Esquivel
Palabras marginales
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