Como Delibes, Buero resultó ser un caballero de una pieza, un escritor de los que caen pocos en cuarenta arrobas. Para apuntalar tal aserto, no hace falta más que recomendar al contribuyente la lectura de alguna de sus muchas obras de teatro, verbigracia La fundación. Una historia fulgente en primera apariencia y que luego se va convirtiendo en un asunto más que turbio. Buero Vallejo, al parecer, pasó varios años en las cárceles de la posguerra española esperando a que le llegara el turno para que le dieran boleto hacia el otro mundo. Algo que finalmente no se produjo, a Dios gracias. Pero así como a Dostoyevski la simulación de su propio fusilamiento lo hundió para siempre en medio de una tormentosa vida personal de vicio ludópata (y también lo convirtió en un escritor decidido, con un designio vital de aprovechar su tiempo de vida redactando obras maestras, no hay mal que por bien no venga), la experiencia de Buero, la de aguardar durante años su turno para ser puesto también frente al paredón, le marcó y le dio la cifra de una prosa sobria (como la de Delibes, el otro gran caballero de las letras castellanas de la segunda mitad del siglo XX) que no se anda con rodeos y que pilla al lector desprevenido por la hondura de lo que, como decimos, en primera impresión parece mucho más de andar por casa. Estén atentos, estimados caballeretes. Buero engaña por su aparente simplicidad. Y esa simplicidad no es más que una trampa para hundirnos en abismos de negrura como solo conocen aquellos a quienes los dioses han mirado de frente, y encima estos literatos escogidos por las divinidades han tenido el coraje y los enormes cojones de sostenerles la mirada a los dioses. Un grupo de científicos realizan experimentos en una corporación gubernamental, un sitio de lujoso resplandor aséptico en el que, según se nos cuenta, reciben el mejor de los tratos posibles: buena comida, ropa limpia y bien planchada, compañía de mujeres guapas que visitan a los investigadores, paisajes límpidos tras unos ventanales resplandecientes. O sea, el culmen, el apogeo, el no va más del buen rollo. No les contamos más del argumento de esta obra de teatro (primera y no última que comentaremos aquí, si los hados nos son propicios) porque sería una canallada desvelar el intríngulis de una de las piezas teatrales (y narrativas, en general) más enjundiosas que se redactaron en España en la época en que su autor fue grande. Aquí no hay sitio para bromas, quedan avisados todos aquellos amigachos de la literatura banal. Buero viajó al horror y sobrevivió a ello. Pero se trajo un recuerdo consigo. A lo mejor si leemos esto todos con atención, columbramos qué clase de destino aguarda a los condenados.
Emilio Morote Esquivel
Palabras marginales
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