Leer a Onetti es casi lo mismo que hacerlo con Faulkner, con la ventaja de que no tenemos que saber inglés o recurrir a traducciones, a veces más voluntariosas que efectivas. Se dice que Onetti no era una persona corriente. Ni aun para los elásticos parámetros que se aplican con los escritores. Al parecer, pasó varios años metido en una cama de la que no salía nada más que para lo justo. Eso dicen. Y sin padecer ninguna enfermedad. Algo de lo estrafalario de su vida personal se traduce en las líneas de El astillero, una novela uruguaya donde el caos sustituye al orden, aunque –quizá por fortuna– sin llegar a los extremos del maestro Faulkner. Onetti requiere un esfuerzo, sí, pero a diferencia de Faulkner, Onetti siempre nos da algo a cambio. Si leemos con atención El astillero, con un lápiz en una mano y un cuaderno de notas en la mesa, desentrañamos el sentido de esos insólitos párrafos donde cada palabra, cada frase y cada línea son de lo más convencional, pero a la vez deparan una sorpresa: en su conjunto, encierran un enigma que requiere, como decimos, un enorme esfuerzo de atención. Esta novela refleja un mundo de decadencia, de pesimismo, de emociones apagadas y al mismo tiempo atormentadoras; una vida sin esperanza, aunque sin grandes sufrimientos; como no sean los propios del devenir diario en quienes tienen la suficiente sensibilidad como para darse cuenta de que la humanidad camina al borde de un abismo: el que separa a los vivos de los muertos.
Larsen, el protagonista de El astillero, sabe esto; y sabe algunas cosas más: por eso se ofrece para trabajar en un astillero que no es más que el cadáver puesto al sol de una gran fábrica de barcos que nunca saldrán al mar. Nadie saldrá nunca del astillero, ni barcos ni personas, todos condenados a hacer como que sirven para algo porque, en el fondo, saben que no sirven para nada. El ritmo de la novela es deliberadamente lento. Con una sucesión más rápida de acciones el lenguaje de Onetti se vería en apuros para que un lector medio lo siguiera. Onetti creó esta novela como parte de una serie de entregas –aparecidas a lo largo de un par de decenios lo menos– durante las que su personaje Larsen se instalaba en el apócrifo espacio geográfico de Santa María.
Larsen es un perdedor, un hombre de amores instantáneos y efímeros, de vasos de grappa bebidos con el cansancio de quien se sabe ya demasiado mayor como para que le sea permitido el último lujo que le queda al desesperado: el de castigar el cuerpo hasta la consunción. Onetti debía de saber mucho de extremos finales, de renuncias y de acabamientos. En esta novela hay mucho de todo eso. Ándense al loro, que este libro va barato por los mercados de segunda mano.
Emilio Morote Esquivel
Palabras marginales
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