El señor Foster Wallace era ─hasta su reciente suicidio─ tal vez el mejor escritor de la última hornada yanqui. Su nombre palidece a otros ilustres como Cormac Maccarthy o Paul Auster, y lo sitúa a la altura de Faulkner. Quizá no sea este que nos ocupa el mejor tomo para aquilatar su excelencia, pero sirve como introducción al mundo surrealista y hasta cruel que radiografía en sus novelas, cuentos y ensayos.
alabO sea, la narrativa de Foster Wallace no es para todos los públicos. Novelas como la faraónica “La broma infinita” o compilatorios de relatos como “Extinción” o “La chica del pelo raro” cuestan de hacerse comprender.
Por eso, hemos traído a esta respetable audiencia que nos lee la obra más asequible del norteamericano: un libro de viajes repleto de humor, situaciones descacharrantes y un buen montón de disertaciones sobre la publicidad, el mal cine y ─cómo no─ el sentido que tienen los cruceros de placer en la opulenta sociedad occidental.
Al señor Foster Wallace le invitaron por la cara a un viaje de esos que emprenden los que no tienen otra cosa que hacer que gastarse el dinero que les sobra después de pasarse media vida en empleos odiosos: un crucero a todo lujo en el que el viajero no tiene que preocuparse de nada. Literalmente, el que compre (o le sea regalado, como a Foster Wallace) un billete para darse un garbeo en uno de esos cruceros de mírame y no me toques no ha de hacer otra cosa que aguardar la próxima atracción, la siguiente comida, el nuevo entretenimiento diseñado por profesionales de la diversión para que el paisanaje se ría por decreto.
Foster Wallace elucubra sobre la falta de comunicación en un mundo donde la propaganda y la cortesía aséptica han sustituido a la transmisión de datos ciertos y a las risas honestas que comunican algo. Algo que no sea la intención de sacarle los cuartos al receptor de la sonrisa.
Todos sabemos ─y Foster Wallace más, que para eso tenía un cerebro muy fuera de lo común─ que vivimos en la sociedad de lo inauténtico, en el rollito malo de meterle gato por liebre al personal; pero como el libro es tan divertido, uno pasea por el lado hipócrita de Occidente sintiendo que para qué va a amargarse la existencia si a)el mundo es así; b)la vida son cuatro días.
Léanlo con la mente abierta y empezarán a conocer el particular universo de un hombre que recibía demasiada información en su inteligencia como para poder soportarla. No pudo, pero aquí queda este libro para recordarnos que hasta los suicidas pueden tener sentido del humor. Y si no, que le pregunten a John Kennedy Toole.
Emilio Morote Esquivel
Palabras marginales
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Lo más gracioso, lo del ayuda de cámara inencontrable. Alguien del primer mundo que quiere establecer contacto con el tercero y le es absolutamente imposible. Así viven algunos (Conde, Alí Babárcenas y demás) hasta que los ponen de patitas en el trullo.
Sí, y luego les ponen fianzas ridículas que seguro les costárá mucho reunir con el poco dinero que han robado. La próxima vez, robarán más, y así podrán pagar la fianza que les ponga el juez sin principios de turno.
Esto más que un país parece una verbena. Una verbena de medio millón de kilómetros cuadrados con sus payasos, sus chorizos y sus animalitos deambulando a ver lo que cogen para llevarse a la madriguera.
Un saludo, Ángel. Próximamente, Houellebecq, un tío que decía la verdad y ha pagado el precio. Y no precisamente una fianza, sino un precio moral, que es el que duele a los que tienen principios. A los que no los tienen, no les pueden tocar por ningún lado: su falta de principios consigue dos objetivos: inmunidad absoluta ante todo tipo de ataque moral (porque no tienen vergüenza); y por supuesto, dinero para fianzas, porque el que no tiene vergüenza sube más deprisa.