El señor Cortázar era un menda que sabía escribir. Sabía escribir cuentos y también novelas, aunque estas últimas eran un poquito heterodoxas; vamos, que si alguien las escribiera ahora, lo tendría difícil para que se las editaran.Y sus cuentos tampoco es que sean de un convencionalismo de andar por casa, ni mucho menos. El menda Cortázar no estaba por la labor de escribir cuentos para todos los públicos, cuentos de esos que tienen una “enseñanza”; porque el menda era tan listo que la enseñanza va incluida en el hecho físico de leerlo y, luego, por supuesto, de reflexionar sobre aquello que nos da vueltas en las meninges sin que sepamos muy bien por qué: el poder de Julio Cortázar es extensivo, no intensivo; la memoria de sus relatos se instila en la psique del lector de un modo más bien sibilino, sin estridencias pero eficazmente. Un aviso: su lectura no es inocua: Julio Cortázar tira a matar (con las letras, ojo). Y a veces lo que nos cuenta es tan terrible que no está ni un punto por debajo de lo que podríamos llamar narrativa infernal.
Los infiernos de Cortázar son ─muchas veces─ pretendidamente inasibles, etéreos; pero muy reales. Sus peripecias discurren en ambientes familiares, cercanos al consumidor medio y, al tiempo, alejados de la experiencia cotidiana del contribuyente. Lejos de la literatura con ínfulas de sacralización del alma, el menda Cortázar ─descreído él─ resume la condición humana a unos retratos ambiguos hasta en el origen del narrador, que muchas veces esconde su propia condición profesional, ética e incluso su no resuelta condición humana.
De entre los varios volúmenes de relatos que publicó el menda, la editorial Espasa reeditó el que nos ocupa, “Queremos tanto a Glenda”, una compilación de narrativa breve que escora entre lo irreal y lo prosaico; entre lo cruel y lo humorístico; entre la brillantez y ─en más de una ocasión─ la genialidad.
El genio Cortázar no se corta un pelo. Cuando escribe lo hace bien, y lo repetimos porque queremos dejar claro que no es este un libro de cuentos para leerlo del tirón y dejarlo guardado en el cuarto trastero. Este, como todos los demás compilatorios de relatos del argentino, es un tomo para analizar despacio, descansar y empezar desde el principio de la cortita y aparentemente inofensiva anécdota que nos ha dejado un poso de inquietud.
Para descubrir la causa de tal desazón, hay que recurrir a una segunda y una tercera lecturas. Entonces, se produce el hecho fundamental que caracteriza la obra de los grandes y los distingue de los mediocres: nos hemos convertido en una especie de yonquis de sus palabras, las palabras de un artista que lo era de una pieza y desde que se levantaba hasta que se acostaba.
Y sin esforzarse. Que ahí está la gracia.
Emilio Morote Esquivel
Palabras marginales
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Vos lo has clavado, pibe. De seguir en el mundo de los vivos durmientes el grandullón, sus manazas te brindarían un sonoro aplauso y acaso un mate con la Mato, perdón, Maga. En lo tocante a Glenda, no hay nada que hacer :si mi memoria no me falla creo recordar que se la cargaron sus refinadísimos y depravados fans. Pobre.