Isaac Martín. Director del Centro de Estudios Europeos de la Universidad de Castilla-La Mancha y experto en transparencia administrativa.- El pasado 10 de diciembre entró en vigor para la Administración General del Estado la Ley de Transparencia, Acceso a la Información y Buen Gobierno. Se trata de una importante normallamada, si se aplica correctamente, a continuar el camino hacia la innovación administrativa abierto con el impulso de los medios electrónicos en la organización y el procedimiento administrativos, por apostar por la puesta a disposición de los ciudadanos de la información en poder de los poderes públicos.
Es una Ley largamente esperada y, seguramente por ello, muy discutida, tanto durante su tramitación parlamentaria como en este año de vacatiolegis–. Si bien posee importantes carencias, principalmente derivadas del escaso aprovechamiento de las posibilidades que ofrecen las Tecnologías de la Información y las Comunicaciones respecto del acceso a la información, la puesta a disposición de la misma y su posterior reutilización, debemos a ella que se haya conseguido situar la cuestión de la transparencia en el centro del debate público y del interés ciudadano.
Algunas de esas carencias podrán ir siendo resueltas con la propia aplicación de sus preceptos y, en particular, a través de la actuación del Consejo de Transparencia y Buen Gobierno, órgano al que la Ley encomienda velar por su cumplimiento; otras, en cambio, necesitarán de una posterior reforma normativa que llegará cuando se adquiera la experiencia necesaria.
En todo caso, el principal obstáculo que ha de ser superado si realmente se desea potenciar la cultura de la transparencia, con todos los efectos positivos que ésta trae consigo, no se deriva ni del tenor literal de la Ley ni de la tendencia a la opacidad de la Administración, sino de los propios ciudadanos en general y, más en concreto, de los agentes cualificados que tienen encomendada la misión de informar y que, por la importante repercusión de su labor, son los únicos capaces de potenciar una auténtica cultura de la trasparencia. La clave está, en este sentido, en superar la tentación del cotilleo para apostar fuertemente por dar valor a la información obtenida en aplicación de la Ley.
En los primeros días de funcionamiento del Portal de la Transparencia, instrumento creado por la norma para facilitar el cumplimiento de las obligaciones de publicidad activa por parte de los sujetos obligados por ella, la información más destacada por los medios de comunicación –y, en consecuencia, la más comentada por los ciudadanos–, ha sido precisamente la que provoca más morbo (permítaseme la palabra tan poco técnica, pero ciertamente descriptiva): los sueldos de los altos cargos del Gobierno y las diferencias salariales existentes entre ellos. Sin dejar de ser una información relevante, no es en absoluto la más importante para lograr el principal fin perseguido por la Ley, cual es el de reforzar la transparencia de la actividad pública.
Vivimos, en expresión del escritor coreano Byung-Chul Han en su libro La sociedad de la Transparencia, en una sociedad “pornográfica”, más interesada en las sensaciones inmediatas que provoca el hecho de poder ver sin ningún tipo de ropaje cierta información que hasta el momento se encontraba bien tapada por la Administración, que en la profundización en el sentido, significado y alcance de aquello que vemos.
En consecuencia, el reto no está en el simple acceso a la información, sino en utilizar la información a la que puede accederse para crear valor y revertirlo en beneficio de todos, ciudadanos y poderes públicos. Hasta entonces, nos quedaremos simplemente en ser la sociedad de las transparencias.