Daguerrotipo

Manuel Valero.- El dicho que advierte de la conveniencia de no olvidar la Historia para no repetir los errores adquiere en el caso de España, tintes asombrosamente contradictorios. La conseja sabia de dicho dicho dice que conviene tomar nota de las inflexiones dramáticas que se clavan como un mojón en el lomo cronológico de una comunidad, un país, o la vida simple de un simple mortal, y que  desencadenan toda una sucesión de desastres. ManoloValero3De modo que atendiendo a la experiencia, de  sabios es quien extrae de ella el bálsamo necesario para no recaer en los mismos errores. Repasada sucintamente la anterior centuria de este país que de momento nos cobija a todos pese al vinagre de ciertas vecindades, uno cree que es verdad eso de que los pueblos son esclavos del determinismo al que lo aboca su personalidad colectiva. Así que cada treinta o cuarenta años toca volver a las andadas y profundizar en esa pegajosa sensación de país poco hecho. Hace unos días un militar de alta graduación y responsabilidad jerárquica sacó a relucir la pérdida de las últimas colonias en un momento de debilidad del Estado y el reverdecimiento de la sempiterna crisis de identidad nacional. Pero ¿quién niega la episódica algarabía que nos mantiene al borde del susto con una puntualidad cíclica que resulta tediosa e irritante?. Basta con ver las tertulias políticas de la televisión más inclinadas al basurerío del corazón que al debate intelectual.  Si hacemos una foto fija de la actualidad  más que una panorámica de normalidad respirable  lo que nos sale es un daguerrotipo viejo y sepia, como si estuviéramos presos de por vida en un perpetuo déjà vû. A la gresca andamos, porque ya tocaba después de tres décadas de un Régimen Constitucional (Podemos, dixit), que suplió a un Régimen Dictatorial, que surgió de una Guerra Civil que provocó una República agónica, muy polarizada y biscosa, que sucedió a una Restauración Monárquica que acabó con otra República que a su vez concluyó después de la grotesca gresca entre unionistas y cantonalistas, con  Cartagena declarándole la guerra a Madrid. Hoy, después del paréntesis imperfecto de la Transición regresamos al encono sistémico y sistemático que nos hace tan tristemente diferentes y a poco que surge la oportunidad ya estamos de bandos y trincheras con el mismo ardor belicoso que antaño pero ahora democráticos, europeos y un poco más civilizados. Menos mal. Pero el guerrerío subyace sonoro como la escorrentía de nuestro ADN. Y asombrosamente nada es nuevo: ni la corrupción es nueva, de tan vieja que es como el hombre mismo, ni la posibilidad de secesión, ni el neocomunismo sugerido por la fuerza de moda. Ahora después del último sarpullido agigantado hasta lo imposible por el fenómeno de las redes sociales, toca reeditar no lo nuevo, sino lo viejo: el caso catalán de pesadez ácida, el  régimen constitucional, la corrupción de 10.000, la reacción pietista que se barrunta como una nueva Inquisición , nos devuelve de nuevo, déjà vû, a la España atormentada de siempre, la que le dolía a los intelectuales del 98 y a la que aludió el militar en su alocución para rebato de la corrección política que ya veían las bocachas de los tanques girando por la Plaza de San Jaume. Siempre lo mismo, el mismo bucle, el mismo día de la marmota, los mismos miedos, la misma mala baba en tertulias y corralas, la misma desafección por el adversario, la misma sensación de un laissez faire que encanalla y encalla los problemas. Hasta tal punto que uno hace esfuerzos para no caer en la convicción de que España es imposible con españoles dentro como me dijo una vez un amigo foráneo: España es el mejor país del mundo si estuviera poblada por suecos. Los problemas los abordamos aquí con nuestra propia idiosincrasia gritona y arisca. Lo que vaya a pasar de aquí a mayo o noviembre está por escribir.  Pero me temo que la fanfarria trompetera que no cesa ni a la hora de la siesta seguirá soplando metales desafinados de la mano cómplice de un  puritanismo anticorrupción sobrevenido e hipócrita, posiblemente más peligroso que el golferío de toda la vida.  No sé si será cuestión de remedio o no, pero lo que sí está cada vez más claro es la decadencia cíclica, ese eterno retorno que nos aturde cada medio siglo, más o menos. No hay Arcadias felices bajo el sol, faltaría más, pero añoro ese poner en acción un pueblo-ciudadanía-gente, tolerante por encima del encanallamiento ibérico que nos hace reconocibles a la legua. Uno, pese a su escepticismo moderadamente nihilista, sigue soñando con un país hermanado de natural y con políticos que despejen la incógnita de quiénes demonios somos, así tomados en conjunto. Y una vez bien atemperados, aguardar a lo que el futuro depare y a que el meteorito pase de largo.

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