“A la vida de las personas siempre llegamos tarde”. Javier Marías.
Aparqué a Marías y a Modiano en las lecturas programadas del fin de semana último, para acometer la lectura del mecanoscrito de ‘Carla y el señor Erruz (Sangre en el helado de nata)’, última novela de Manuel Valero aún pendiente de publicación.
Y tengo que decir de entrada, dos cosas ciertas y verdaderas: que la leí de un tirón, sin saltar páginas o líneas; y que la relación sostenida entre Carla Vives y Enrique Erruz, en la novela de Valero, me parecía difícil de admitir: un profesor visionario de valores literarios venideros, por un exceso de olfato habituado a levantar algunas piezas y una escritora primeriza que aterriza en las provincias norteñas presentado su primera novela. Aunque, finalmente, fuera tan difícil de hacerlo y admitirlo como la relación de Juan de Vere con Eduardo Muriel en la novela de Marías ‘Así empieza lo malo’. Tal vez, porque como sostiene el mismo Erruz “En Literatura lo importante es el cómo y no el qué”, y por ello lo inverosímil de ciertas situaciones, pasa a un segundo plano o se diluye a medida que avanza la escritura y se despliegan otros intereses y estrategias.
Al poco de comenzada la travesía lectora, creí estar en presencia del repetido ‘texto dentro del texto’; esa novela enroscada como un uróbulo de algún alquimista, que se traza dentro de otra para complementarla o para contradecirla. Esa referencia es muy usual en la literatura entera de todos conocida y sentida, y que incluye una historia dentro de otra historia o un cuento dentro de otro cuento como fuera el ‘El cuento de nunca acabar’ de Martín Gaite. Esa referencia es muy usual en casos repetidos como ‘Las mil y una noche’, ‘El Decamerón’, ‘El Lazarillo de Tormes’, ‘El Quijote’, ‘El manuscrito encontrado en Zaragoza’ y diversos relatos circulares de Borges, Calvino o Sebald.
La ventaja de la doble historia o de la historia cruzada, es la de permitir al escritor utilizar dos voces narrativas diferentes con propósitos diversos: desde ensayar construcciones literarias enfrentadas y antitéticas, hasta verificar ensayos estilísticos de diversa estirpe. O fingir ser otro y uno mismo, el que cuenta y narra. Al mismo tiempo, que ese ensayo de escritura dual o de esa literatura bifronte, nos permite acometer una reflexión cierta sobre la arbitrariedad de toda escritura y sobre lo artificioso del gesto de escribir. Si lo hago así, y lo hago de dos formas y aún de formas diferentes, ¿quién soy yo? y ¿quién es el que escribe? Que prolongaría la pregunta, y nos llevaría a conocer la identidad que pueda existir entre el escritor y el narrador, muchas veces confundidos y superpuestos. ¿Son lo mismo? o ¿son dos personas diferentes? Y si son diferentes ¿cómo entender la ficción del narrador, creada por el escritor activo y real, de la otra ficción aumentada y aumentativa del protagonista ficticio que crea el narrador no menos ficticio?, ¿como otra vuelta de tuerca?, ¿cómo una mentira dentro de otra mentira, que acaba resultando una verdad? Por ello ¿quién es el que escribe y a quien representa en esa impostación que se desdobla? Cuestión esta que emerge en el algún punto del texto que comentamos “¿cómo se puede escribir una historia destructiva, siendo una buena persona?”, como Enrique Erruz interroga a Carla Vives, en algún momento. Y también su inversa: ¿las malas personas pueden escribir buenos libros? Parece ser que sí. Aunque esto ahora no importe ni toque.
Pero enseguida advertí, al avanzar en la lectura y como su propio nombre indica y señala de forma partida, que estaba en presencia de dos novelas paralelas y diferenciadas, aunque no trenzadas entre sí. Quiero decir que no interactúan entre ellas, ni se traban; podría haberse producido el desbordamiento de un relato en otro, saltando de un mundo a otro mundo, como ocurre con los vasos comunicantes, con los ríos conectados en cascadas sucesivas y con los puentes de la memoria abierto y cerrados a la vez; pero el autor ha preferido los relatos paralelos, que son aquellos que como se sabe, se juntan e interseccionan en un punto del infinito. Una primera historia que relata el encuentro sostenido en el Septentrión entre Carla Vives y su mentor ¿intelectual? Enrique Erruz; y otra segunda historia, que es el relato terrible que Carla Vives, la joven escritora adoptada por el profesor de literatura jubilado, va escribiendo con nervio en el verano apacible de la casa de La Nortina.
Valero escribe inventando a una narradora reconocida y atractiva por lo contado, y algo precoz en su talento, al mantener la visión de la escritura como la de la ‘circularidad de todas las historias’ y no la del paralelismo citado antes. De la misma forma que Carla Vives, la narradora precoz, escribe inventando a un aprendiz de terrorista encubierto por mor de una venganza fría. Y esta es otra inversión, de género y de géneros digna de tener en cuenta. Un relato fuerte en primera persona, sobre una historia de venganza que, recuerda en su arranque la historia relatada por Héctor Abad Faciolince, en ‘Traiciones de la memoria’. Si Abad buscaba al autor del poema, que emergía en ‘El olvido que seremos’, un poema transcrito sin firma visible, encontrado en el bolsillo del padre asesinado; el personaje de ‘Sangre en el helado de nata’, sólo busca al asesino implacable de su padre, que le manchó el helado infantil, para verificar una venganza tan bíblica como escueta y elemental. Ese ajuste de cuentas de Hipólito Vozmediano, esta caracterizado por una urgencia fisiológica que lleva a decir a su autora Carla Vives que: “La venganza y la deformación moral a la que es sometido el vengador no da para entretenimientos estilísticos, ni adornos innecesarios”. Esa historia brutal y pavorosa debe salir como un vómito, y escribirse y expulsarse con las mínimas consideraciones formales. Aunque para ello, Valero tenga que escribir como una mujer llamada Carla Vives, y Carla Vives tenga que hacerlo como un joven llamado Hipólito Vozmediano.
Las páginas calientes, con el fondo helado de una historia de flecos etarras, que Vives va redactando sobre su héroe inverso, Vozmediano, las leemos, de manera simultánea, con su mentor señor Erruz; estableciendo con ello un vínculo raro y transitorio entre el lector de la novela de Valero y el Erruz lector de las páginas calientes de ‘Sangre en el helado de nata’; vínculo que desaparece y se aplaza, cuando Valero nos vuelve a llevar a La Nortina, que es donde junto a los vientos vivos y fríos se va urdiendo la historia caliente de la venganza escrita. Pero ello no debe hacernos olvidar que leemos la historia relatada, a veces, en primera persona de Vozmediano, y que leemos a Erruz, también lector de la misma historia compartida, relatado ahora en tercera persona.
Cuando bien cierto es, que el vínculo más visible y pertinente que yo percibo, es el de Manuel Valero escritor, con el señor Erruz profesor de literatura, ambos jubilados con edades parecidas y ambos con una preocupación sostenida y sospechosa, entre el valor literario y el éxito de ciertas obras. ¿Cómo triunfan en las listas de superventas, textos deleznables y por qué? Cuestión ésta que no sólo preocupa a Valero/Erruz, cuando fija que “la inmensa mayoría de las novelas actuales eran clónicas, tópicas, aburridas, previsibles”; también Javier Marías escribía sobre lo mismo: “Lo más desasosegante es comprobar qué se ha hecho de todas esas obras maestras al cabo de unos meses. La inmensa mayoría ha pasado sin pena ni gloria”. Y su inversa proclamada: ¿cómo trabajos bien concebidos y acabados, carecen del apoyo del público?; en una suerte de ‘esperanza inútil’, porque “la suerte de un libro es un verdadero misterio”. Casi en clave análoga a lo sostenido por el citado Héctor Abad, cuando cita a una de las bestias literarias compartidas por Valero y el escritor colombiano. “Si Coelho vende por sí solo más libros que todos los demás escritores brasileños juntos, esto se debe precisamente a que sus libros son tontos y elementales. Si fueran libros profundos, complejos literariamente, con ideas serias y bien elaboradas, el público no los compraría porque las masas tienden a ser incultas y a tener muy mal gusto.”
Y es esta disyuntiva, la que mueve a Erruz-Valero a apadrinar a una joven escritora en el segundo empeño de su trayectoria; quizás como compensación de su ‘destrucción’ como docente, toda vez que: “Después de siete lustros enseñando literatura no me ha salido ningún alumno escritor”. Y ejemplificando, por ello, la metáfora de la ecuación literaria; una cabeza madura y una pasión juvenil, son las herramientas precisas en el empeño de toda escritura. Tanto de las historias paralelas como de las inacabables historias circulares. Convencido como está el profesor jubilado del valor literario de Carla Vives, y sorprendido como queda del escaso apoyo de su primer trabajo ‘Las huellas del rostro’, decide no sólo apoyarla materialmente, sino fijar en sus conversaciones criterios literarios y estilísticos que deben guiar a su pupila, pese a que ésta sostenga que “Todo está escrito ya, todo lo que se escribe son variaciones sobre el mismo tema”. Y pese a ello, pese a la inutilidad del esfuerzo baldío, nos seguimos empeñando en contar nuevas historias o en repetir las ya conocidas y apropiárnoslas. La otra cuestión que permanece flotando, como el viento líquido del Septentrión, es la del valor literario de los libros, sólo de algunos libros: ¿Quién fija su interés y quien marca sus diferencias?, ¿quién establece el Canon? Y ¿quién determina lo que permanece?
Aunque al final las cosas, todas las cosas no sean lo que parecen. Ni unos son tan buenos, ni otros son tan malos. Pese a todo ello, y pese a los apoyos literarios y extraliterarios del señor Erruz, en el proceso de escritura de ‘Sangre en el helado de nata’, tampoco esta novela superará las previsiones desplegadas en La Nortina, esto es no superará el techo de los Planetas y las Famas, y hará de Carla Vives una escritora ‘fracasada’. Lo que la llevará a considerarse a sí misma como “una literata sin nombre”, pero en todo caso con escritura y quizás con apellido. Esto es, con voz personal. Como si la oralidad fuera la fuente primigenia de toda la literatura que queda. Es la voz oída y escuchada, de Carla Vives, la que lleva a Erruz a considerar que “es imposible escribir mal con esa voz”. Pero el estatuto de la voz, más allá del tono, del timbre y de la melodía, es su fugacidad, su evanescencia y su desaparición. Frente a la estabilidad dormida y frente a la permanencia quieta del papel, los sonidos trazados en el aire y capturados en el acto de su escucha, parecen contar poco.
Otras veces será lo recordado por Iván Thais al reflexionar sobre los escritores y sus vidas en su suelto periodístico ‘De qué vive un escritor’. Que le lleva a señalar hacia el núcleo mismo de la creación, y a la razón por la que uno escribe. Pero más allá del éxito glamuroso y de las ventas y promociones de relumbrón, el blog Librópatas nos recordaba ciertamente la dureza de la cuesta y la dificultad de la cima de la escritura. Por ello, muchos escritores en vida, dejaron la pluma y el lápiz para sobrevivir merodeando en otros oficios, como recordamos de la vida de Roberto Bolaño. También “Kafka cumpliendo horario de oficina en el Instituto de Seguros contra Accidentes para Trabajadores de Praga; James Joyce tocando el piano y cantando para acompañar la cena y los tragos en locales de Dublín y Kurt Vonnegut vendiendo autos Saab. William Faulkner, por cierto, como alguna vez Charles Bukowski, fue un cartero en estado de gracia: se quedaba dormido en vez de hacer el reparto y leía las revistas antes de entregarlas”.
Por ello, y de nuevo con Marías “la única esperanza inútil a la que nos podemos aferrar los que hoy escribimos: a que un día un libro logre elevarse por encima de la confusión de denuestos y elogios y del magma siempre creciente”. Pero más allá de ello, y aún sabiendo que “A la vida de las personas siempre llegamos tarde”; los libros siempre, siempre nos esperan. Nos acaban esperando.
Periferia sentimental
José Rivero