El Estado y la estatua de Pujol

Manuel Valero.- Creo que como cualquiera que considere natural pertenecer a un Estado –luego de vencer cierta resistencia ácrata- más símbólica que práctica, como es mi caso- y estime de una normalidad casi vulgar que pertenecer a él y llamarse por ello español, francés o neozelandés (los gentilicios patrióticos precedidos por el neo tienen un punto virtual), es un hecho fortuito que entronca con el lugar donde los padres se enredaron en el polvo que nos parió.
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Y que por lo tanto ese mero accidente, si se permanece en el lugar de nación integrada en la superestructura estatal, es tan fungible que no vale ni para sacar pecho legionario ni para continuar en la esquizofrénica vergüenza de ser lo que se es. Es decir, yo soy español, porque nací en Puertollano que forma parte del Estado. Y el Estado, opresor o no, según, se fundamente en el derecho o en el escroto, pobrecillo, con todo su poder de coerción, no deja de ser una entelequia que no afecta ni un gramo a nuestra libertad. Por ejemplo: si a mí ahora se me pone en el arco de las victorias irme a la Dehesa Boyal de mi pueblo, ponerme en pelotas y gritar: Andar y veros a tomar por culo, ni el Estado se resquebrajará ni uno será puesto bajo grilletes. Otra cosa es la Administración, tan farragosa ella y tan escrupulosa, por la que el Estado tonto ejerce de verdad su verdadero control. Y ya se sabe que administraciones, haberlas haylas, así sean de la China neocomucapitalista, o de la Cataluña montaraz.

El Estado es ente, por mucho que Hegel lo considere la materialización del Espíritu… nacional, y por eso inesculpible. Los mecenas de su creación, por el contrario, suelen ser remoldeados en bronce y puestos sobre un pedestal desde el que otear los horizontes venideros. Y asi contemplamos que el Estado carece de estatuas adorables en tanto que próceres de tal o cual calaña corren raudos a subirse al frontispicio para dejar constancia que ellos son Historia frente a los anodinos y anónimos intrahistóricos que lo contemplan y veneran y le votan. Son las estatuas. Ah, las estatuas. Las estatuas son altares laicos de veneración. Democracias y Dictaduras van a la par de modo que un Abraham Lincoln pueda escrutar los Unidos Estados desde su asiento en Washington, y Stalin repetido como en los espejos de La dama de Shangay, mirar con su ojo de saurio cualquier disidencia, por molecular que sea, para borrarlo del mapa con goma de buen olor. Las estatuas condensan en su significado la gloria del esculpido para siempre jamás… si no fuera porque como dijo aquel, “las estatuas se levantan hoy para derribarlas, mañana”. No hay imagen más sobrecogedora que ilustre la caída en desgracia de un señero padre de patrias, que la de ver su busto, escultura, pedeste o ecuestre, arrumbada contra las moñigas del parque que un día la sostuvo.

Harto de la cuestión catalana hasta un hastío que ya considero crónico desde que una vez asumí que ser español no era tanto drama como ser argentino, y que por nacer en Puertollano, o sea en España, llamarme Manuel, como en la canción de Serrat, hablar el español, moverme libremente por el país sin que al Estado… le importe una minda, concluí que no es tan malo como creía en mi mocedad marxista. El marxismo profetizaba la extinción del Estado, como todo el mundo sabe, pero eso sí, una vez con el Estado bien amarrado, estatalizándolo todo. Y no es muy creible, digo yo, que un Estado tan machote se haga el haraquiri, a un metro del paraíso terrenal, perfecto y arcádico, como le pasó a Moisés.

Los catalanes no quieren la independencia; quieren tener un Estado, y uno que es aburridamente español, por las contingencias antes citadas, estaría dispuesto a darles todo con la única condición de que se desgajen, y como la balsa de piedra de Saramago deriven hasta el centro del Pacífico y se queden allí por un par de milenios.

Sin embargo, nada hay que desvele la situación mejor que una estatua de Pujol, el robado robador, corriendo la misma suerte que la de Sadam Husein o las esfinges aquellas que fueron fusiladas por las modernas hordas de los talibanes afganos. El mundo es inconcebible sin las estatuas desde que los griegos perfeccionaron la técnica. Las estatuas jalonan la Historia y sus momentos estelares , momentos estelares ayer, hoy convertidos en tiempos de desafección.

Y es que se corre el riesgo de inmortalizar la virtud en un impostor de guante andorrano o vaya usted a saber qué paraiso, que en lo tocante a paraísos hay mucho teórico y poco práctico. La estatua de Pujol alicaído sobre la tierra, nariz hundida en el humus fértil de la catalanidad es todo un símbolo. Piden un Estado y ya tienen al Padre desparramado como un juguete roto. Mal empieza, Cataluña. Pero uno tiene ganas de que se termite ya la vaina, como díría García Márquez, salga el sol por Antequera o por el profundo Ampurdán, que forman parte de un mismo Estado, que como queda dicho es una cosa tonta. Se ponga Hegel, como se ponga.

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3 COMENTARIOS

  1. Estimados señores Valero y Rivero: yo juraría que el origen etimológico de «estado» es del latín «status», y estatua, «statua».

    Creo que procede recordar la teoría del tabú de Freud; no tanto en lo atinente a la prohibición de trasgredir/violar el objeto totémico, sino al concepto «símbolo», unido al tótem,o en este caso a la estatua. La estatua no es nada; no tiene esencia sin su accidente; es decir, sin el símbolo que representa. Es la idea que simboliza lo que da razón de ser a la estatua. Es lo que explica la erección y caída de las estatuas, como, por ejemplo, la de Hussein- ¿qué cae? El símbolo.

    Luego de la definición «estado» habría que hablar mucho, pasando por Grecia micénica -y sus ciudades- a Roma,los imperios occidentales y orientales romanos, el imperio,romano-germánico, los estados-reino del s.XIII y XIV europeos…hasta la razón de Las Luces frente al romanticismo/nacionalismo del XIX…es verdad que también tienen algo de simbólico. No obstante, a día de hoy,»estado»es un concepto jurídico (soberanía, población y territorio, sumados, dan «estado») que supone Derechos y obligaciones internacionales. Si Cataluña quiere un estado, necesita una única cosa: el reconocimiento internacional (esto es Derecho internacional público, no opinión); y para que eso ocurra, no hace falta más que asuma la parte de la deuda española que le corresponde, y eso, admirados columnistas, no tiene nada de simbólico ni romántico. La pela es la pela, empirismo puro y duro.
    Saludos.

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