Saludos. Atentos a la Palabra que hoy se nos dirige. Hemos escuchado cómo Cristo resucitó de entre los muertos: el primero de todos. Hoy celebramos a la Virgen del Prado en el día de su Asunción a los cielos. Los seres humanos estamos amenazados por la muerte con mayor o menor conciencia de ello. Nos influyen los años, las enfermedades, las circunstancias, más o menos buenas o malas, que nos toca vivir. En la Historia de la Sal-vación se nos ha dicho hoy: «Si por un hombre vino la muerte, por un hombre ha venido la resurrección. Si por Adán murieron todos, por Cristo todos volverán a la vida».
En el Misterio que hoy contemplamos de la subida al Cielo de la Virgen en cuerpo y alma, hablamos del triunfo de la persona de María, Madre de Dios y Madre nuestra, so-bre la muerte. Este acontecimiento, en el que el pueblo cristiano ha creído incluso antes de su formulación dogmática, ya tardía en la historia de la Iglesia noviembre de 1950, es el final de una historia humana en el tiempo, pero es la afirmación de que todo lo que la Virgen Inmaculada, sin pecado, vivió a lo largo de su vida, vive para siempre.
Por eso nos ha dicho la Palabra de Dios: «Pero, en la resurrección, cada uno en su puesto: primero Cristo, como primicia; después, cuando él vuelva, todos los que son de Cristo; después los últimos, cuando Cristo devuelva a Dios Padre su reino, una vez ani-quilado todo principado, poder y fuerza. […] Cristo tiene que reinar hasta que Dios haga de sus enemigos estrado de sus pies. El último enemigo aniquilado será la muerte. Por-que Dios ha sometido todo bajo sus pies».
Pensar en la vida eterna, aspirar a la vida eterna, sin fin, que Cristo Resucitado nos ha prometido, no debe ser un afán de última hora, sino la tensión permanente de que todo lo que hagamos, valga para la vida eterna. Sea todo construcción del Reino de Dios. Cuando hablamos entre nosotros de lo mal que está este mundo, lleno de violencias, de guerras, de injusticias, de corrupciones económicas y morales, no lo debemos hacer por un puro lamento de cosas que ocurren a otros, sino como quien sabe que tiene que trabajar, comprometer su vida en la construcción del Reino de Dios.
Por eso prestamos atención a lo que Nuestra Señora le contesta a su prima Isabel en forma de oración agradecida a Dios. «Proclama mi alma la grandeza del Señor». Sí, hay diferencia entre lo que está pasando y la grandeza del Plan de Dios sobre los hombres. Y la posición del cristiano no es de lamento sino de gozo, de alegría por haber encontrado salida y sentido que no dan otras salidas políticas y sociales: «Se alegra mi espíritu en Dios mi salvador».
Basta ya de complejos en los que se nos quiere encerrar de que la fe no sirve para la vida. Isabel le acaba de decir a la Virgen «Dichosa tú que has creído». Lo que vale para la vida eterna es lo único que tiene valor verdaderamente humano: Rezamos, escucha-mos al Señor en su Palabra, comemos su Cuerpo entregado en la Misa, le hacemos pre-sente en nuestras vidas y mantenemos importantes obras de caridad personalmente e institucionalmente en favor de los más necesitados. Gritamos a los cuatro vientos que esto no puede seguir así, que el propósito de Dios es otro: «Él hace proezas con su brazo: dispersa a los soberbios de corazón, derriba del trono a los poderosos y enaltece a los humildes, a los hambrientos los colma de bienes y a los ricos los despide vacíos».
Efectivamente el ejercicio del amor fraterno nos da la serenidad de quien sabe que lo que está pasando es flor de un día que no vale para toda la vida, y menos para la vida eterna. La Virgen del Prado nos entrega a Jesucristo. En la lectura del libro del Apoca-lipsis se utiliza la figura del dragón que espera a que la Virgen dé a luz para tragarse al fruto de su vientre, Cristo murió y resucitó y la figura de la mujer fue arrebatada al de-sierto: «El dragón estaba enfrente de la mujer que iba a dar a luz, dispuesto a tragarse el niño en cuanto naciera. Dio a luz un varón, destinado a gobernar con vara de hierro a los pueblos. Arrebataron al niño y lo llevaron junto al trono de Dios. La mujer huyó al de-sierto, donde tiene un lugar reservado por Dios».
Aquí la figura de la mujer, como llama a su Madre Jesús en las bodas de Caná y al pie de la cruz es figura también de la Iglesia que aparece tantas veces en este mundo como la desterrada de la vida social a la que no hay que hacer caso pero que tiene ese lugar reservado para Dios que ha de ofrecer permanentemente a todas las generaciones: «Desde ahora me felicitarán todas las generaciones, porque el Poderoso ha hecho obras grandes por mí: su nombre es santo, y su misericordia llega a sus fieles de generación en generación». Generaciones y generaciones que han alumbrado a la Virgen en esta ciu-dad y en el mundo entero y que quieren vivir como María nuestra Madre: ser la esperanza y la felicidad de tantas gentes a las que llega la misericordia de Dios en forma de comprensión cariño y ayuda material concreta cuando es preciso.
Hoy es día de celebrar el triunfo de María, y, en Ella, nos hemos de ver toda la Igle-sia. Somos, ciertamente, un pueblo de pecadores arrepentidos que se apoyan en la mise-ricordia y el perdón de nuestro Dios. La Virgen María, Inmaculada sin pecado, nosotros pecadores perdonados, podemos decir mirándonos hacia dentro que «Dios hace proezas con su brazo» y, mirando a nuestros prójimos, también podemos decir que «su miseri-cordia llega a sus fieles de generación en generación». No se puede encerrar la vida cris-tiana en unas pocas prácticas piadosas o en un estilo de vida individual y egoísta… Por-que tengo, tenemos conciencia de que nos perdona y nos salva, nos sabemos también llamados a ser, con la Virgen María, responsables de todos nuestros contemporáneos empujando la historia para que se establezca el Reino de Dios: Un reino de Santidad y de Gracia, un reino de Paz y Justicia, un reino de Verdad, de Vida y Amor.
Que nuestra Señora del Prado sea nuestra referencia más cierta para hacer la vida. Se ha fijado Dios en nosotros como la Virgen se sabe llamada por Dios a cumplir la Misión Salvadora: «Proclama mi alma la grandeza del Señor, se alegra mi espíritu en Dios, mi salvador; porque ha mirado la humillación de su esclava. Desde ahora me felicitarán to-das las generaciones, porque el Poderoso ha hecho obras grandes por mí: su nombre es santo».
Termino una vez más en las fiestas de la Virgen con la oración del Papa Francisco:
Tú, Virgen de la escucha y la contemplación,
madre del amor, esposa de las bodas eternas,
intercede por la Iglesia, de la cual eres el icono purísimo,
para que ella nunca se encierre ni se detenga
en su pasión por instaurar el Reino.
Estrella de la nueva evangelización,
ayúdanos a resplandecer en el testimonio de la comunión,
del servicio, de la fe ardiente y generosa,
de la justicia y el amor a los pobres,
para que la alegría del Evangelio
llegue hasta los confines de la tierra
y ninguna periferia se prive de su luz.
Amén