Hay muchas formas de ocupar las calles de la ciudad. Y no todas son iguales. No diré, por ello, que son tantas las formas de ocupación como ciudadanos la habitan, pero sí que hay un crecido saldo y una ancha nómina especulativa e inventarial de cierres callejeros. Desde las terrazas veraniegas, a los puestos de la ONCE; desde los kioscos de prensa a los puestos de helados. Todos ellos, regulados por concesión administrativa. Pero ¿qué decir de la venta ambulante legalizada o no (‘El tapicero ha llegado…’), de los mercadillos de fin de semana, de las ferias del libro no celebradas, de los corros infantiles (que ya apenas existen) y de los Mercados Temáticos y Espectacularizados: medievales, sesenteros, alfonsíes o barrocos?
Había una forma excepcional y propia de verificar la no-ocupación del espacio, en los llamados ‘Estado de Excepción’, a los que nos tenía acostumbrados la Dictadura del general Franco. Y era la expresión redonda y rubicunda desplegada por Manuel Fraga, en sus tiempos de Ministro de Gobernación o también de Ministro del Interior, que no encubría la vocación de ser, sobre todo, un turiferario y pendenciero Ministro del Orden Público. Porque ‘Orden Público no hay más que uno, y a ti te encontré en la calle’. Y que propalaba la afirmación fraguiana y flamígera de ‘La calle es mía’. Sin discusión posible.
No había negociación posible con el flamígero Ministro, para ocupar un solo bordillo con una Manifestación; de aterrizar en el centro con motivo de una Protesta Laboral y de concluir frente al Palacio Gubernativo con la finalidad de verificar una Concentración. No había lugar para discutir la titularidad de la calle y los ejercicios en ella permitidos; que no eran tales porque los ejercicios permitidos eran pura complacencia del Régimen dictatorial, pura fatuidad.
Por ello, solamente quedaban exceptuados de la ocupación ordenada o desordenada de la Vía Pública, los desfiles procesionales en sagrado o en profano: ya religiosos, ya patrióticos, y por supuestos los ejercicios militares que atienden al nombre de ‘Desfile’, ‘Revista’, ‘Alarde’ o ‘Marcha’. Ni siquiera escapaban a ese control, las marchas deportivas, producidas de la mano de un ‘Fin de etapa’ de la consabida y afamada vuelta ciclista, o de una posmoderna ‘Gymkana’ automovilística ferial.
La estirpe ferial de la ocupación de la vía pública, en formatos diversos, era pura tautología. Toda vez que cualquier Feria y sus celebraciones sobrias y ebrias, tenían ese origen de la plebe en ejercicio superior de ocupación de espacios comunes: ya toros, ya mercados, ya cucañas, ya bailes populares, ya concentraciones patrióticas, ya cualquier otro exceso firmado por el concejal del ramo. De todo ello hay muestras muy eximias, que viajan desde la plenitud de la galopada sanferminera, al apocalipsis incendiaria fallera; de la ‘Tomatina’ de Buñol a la Pandorga local; del Toro de Fuego casi universal y romo a cualquiera de los ejercicios pirotécnicos de alto riesgo de incendio; y desde los rituales procesionales pasionales y dolientes a la metáfora floral y artesana del desfile del Corpus Christi.
Llama la atención, por demás, de estos días estivales átonos, apelmazados y grasos, la recurrencia de las llamadas, retrecheramente, ‘Verbenas de barrio’. Que son además de un ejercicio de impostura y de una afrente de melancolía incurable, otra forma típica de ocupación infrecuente de calles, rincones y lugares. Incluso, aunque no quepan y puedan, porfían los estandartes, los capitulares de zona, los barandas procesionales y los organizadores esforzados de la jerigonza, en la celebración de la concurrencia popular. Una concurrencia popular impostada en la era de la banalidad y del selfies, que quiere reverdecer estructuras societarias inexistentes en la ciudad administrativa y de estirpe funcionarial, aunque no lo sea, o aunque la llamen, engoladamente, ‘Smart City’.
‘Verbenas de barrio’ que reproducen los tics del ocio desaparecido pero insepulto, y formas de entretenimiento periclitadas, sudadas y en abierto abandono; como fueron en el pasado, los Parques Sindicales de Educación y Descanso o el festival de la Canción Manchega en cualquiera de sus vertientes. ¿Qué lejos queda, por ello, el elegante corto de los años treinta, de Ernesto Giménez Caballero ‘Esencia de verbena’; o esas mismas verbenas fundacionales y cazurras, vistas por la pluma ágil y el lápiz sutil de Gabriel García Maroto o los oleos vibrantes de Maruja Mallo. Momentos en que aún lo popular desprendía aromas de autenticidad lorquiana y aires de bonanza serena.
Lo que vino después, de la mano del ocio programado, de la tentación por lo vernáculo y por el culto ciego de lo neopopular bizco, ya se sabe adonde llega. Casetas de tiro al blanco, con balines de plomo contaminante que disparan a un inocente elefante plumoso, en un juego equívoco de simulacros cazaderos reales; la fritanga inconsecuente de la fritura humeante: churros a poder ser; la bamboleante atracción infantil, provista de una potencia acústica propia del ‘País de los Sordos’; el desfile de Damas y Zagales, abanderados y emplumados, escogidos además del selecto patrimonio humano del barrio; y la solemne ‘Función Religiosa’, con salida en andas procesionales del Patrón Tutelar y de la Patrona Gloriosa y algo Milagrera. Todos ellos, caminando en comandita camino, no del cielo en la tierra prometida, sino de la ‘Smart City’ que llevamos dentro sin saberlo. O sabiéndolo sólo las fuerzas tutelares del Concejalato y algún asesor de imagen mal retribuido y poco reconocido. Una ‘Smart City’, recorrida por Verbenas errantes, por festejos itinerantes, por celebraciones soeces y por un tropel de música para camaleones. Una ‘Smart City’, en suma que cada vez más, parece una ‘Finish City’. O incluso, una ‘End City’. Que cuadra más y mejor con el estropicio del imaginario beatificado. E insepulto.
Periferia sentimental
José Rivero
Una buena crónica urbana muy bien ilustrada.
Sobre todo ilustrada, porque redactada… como asfaltada la carretera del Vicario.