Manuel Valero.- Y cumplí con la misión a costa de un par de jirones de uno mismo, pues acabé deshilachado del músculo principal que nos mantiene vivos. Al fin y al cabo de robo iba la cosa. El petimetre de los madriles le levantó la novia a mi mejor amigo con sus aspavientos de mundano cosmopolita y yo tenía que levantársela a él, a Candi, me refiero, antes de que el levantamiento pasara a aguas cenagosas y mediaran faldas y otras prendas susceptibles de ser levantadas en los fragores naturales de la adolescencia, fragores que con el verano a pleno rendimiento son imposibles de aplacar, como bien saben. Así que no me anduve por las ramas. Una mañana temprano fui a casa de Candi con la escusa de que quería consultarle algo relacionado con los venideros estudios de la Universidad. Salimos al parque y la asalté sin rodeos. Ese cretino es un gilipollas, un pijo y seguido, un cantamañanas por la tarde cuyo porte no valía ni una sola gota de sudor de mi mejor amigo. Que vale, pero que Rodrigo (así se llamaba mi mejor amigo) y ella no habían llegado a nada serio, que si que le gustaba pero nada más. Que no Candi que el pollo ése se larga en septiembre y adiós muy buenas. Y qué, se trata de divertirnos. ¿Te ha metido mano? (En aquellos tiempos era empresa lunar hacerlo a pelo) Qué te importa, pues no, no hemos llegado a nada. Unos besos, me dijo. Por cierto besa muy bien. Cabrón. ¿Sabes? Rodri está muy mal, no sale y se ha despachado el minibar de su padre. Se le pasará. ¿Además no está Irene que siempre le gustó un poco…?
Más o menos así de fluida y profundísima fue nuestra conversación. Candi estaba guapísima, con un vestido de tirantes de lino, color verde acuoso con estampados de espigas. Cómo le marcaba el cuerpo a pesar de la vaporosidad de la prenda. ¿Y su pelo? ¿Y su pelo castaño claro atado en un nudo en la nuca con una horquilla de botón también verde? Y sus ojos, y sus labios…. Joder. Candi, cómo me pones de bien por la parte orgánica de los cuerpos y cómo me pones de mal por la parte etérea de los espíritus, decía yo para mis adentros. Estaba complicado el rapto de la Candi, cual Sabina mitológica, muy, pero que muy complicado. A la tarea de hacerle desistir de que dejara de tontear con el truchero rico se unía mi estado de constante embeleso. Siempre me gustó, pero ella eligió a Rodri. Aunque debo admitir que fue por mi lentitud. Pero no los entretengo con la historia colateral de mi padecimiento.
Los días siguientes, durante las citas en la piscina, o en las excursiones a los pinares cercanos junto al río o en los guateques, Candi se hizo la acompañante oficial del pollo pera, para mayor padecimiento de Rodri, hasta que Rodri decidió una tarde que no merecían la pena los viacrucis del amor en plena efervescencia juvenil (era menos romántico que yo, que soy de sufrimiento lento) y se enredó con Irene que a su vez dejó a Pedro y éste se fue de la pandilla y se enrolló con otra chavala de otro grupo… Qué estropicio. Menos mal que ese desaguisado no lo apunté en mi agenda de misiones posibles.
Pero una tarde durante uno de nuestros bailes domésticos sentí la pulsión de robarle la cartera al guaperas del foro. No sé por qué, pero lo hice. La llevaba en el bolsillo de atrás del pantalón y como yo ya andaba muy seguro de mis habilidades se la birlé con tanta maestría que aún hoy me asombro. Estábamos ambos de pie frente a la mesa del condumio y se vino a mis dedos suave como una gatita, ella, la cartera. Me fui al baño y allí estaba… la foto de la novia oficial del mentecato. Una chavala rubia, espectacular que estudiaba Medicina. Volví al mismo lugar y cuando bailaba las blancas palideces de la balada, con Candi, claro, me incliné al suelo, simulé coger la cartera que se le había caído y al dársela liberé la foto de su novia que estaba dedicada y todo, de manera explícita: “Para mi amor, y el padre de mis futuros siete hijos” . Todos lo vimos y Candi se quedó más planchada que el pantalón de un ujier en actos de alta ceremonia, tanto, que salió a escape llorando, yo la seguí y en la calle la tomé por el brazo y le dije: te lo dije. Eso le dije y le reproduje toda una guía personal de calificativos con que adornaba mi opinión sobre el castizo del rodaballo. Ah no, rodaballo, no, que no es pez industrial. Bueno, el caso es que la convencí para volver a la fiesta después de que se me echara al pecho llorando. Cómo olía a flores frescas y húmedas. Yo le acaricié el cabello y sentí que me levantaba… del suelo. Ya en la fiesta, la esperaba Rodri. Candi se fue hasta él y se abrazaron como en las pelis de jóvenes yanquies. Y yo me quedé con el corazón cojo y tuerto. El chavalote de la capital se fue al día siguiente. Y el verano transcurrió como si tal cosa hasta que cada cual enfiló su propio destino. Como es natural, Candi y Rodrid rompieron definitivamente en la navidades de ese año.
Y todo resuelto: devolví al menos por un tiempo el corazón que le robó un pijoniqui a su legítimo propietario mientras el mío se lo llevaba en impune latrocinio, la chica de mis sueños de juventud. En eso pensaba cuando llegué a casa y me metí en la habitación sin cenar. Candi, oh Candi, sollozaba, mientras abrazaba la almohada. Iba a apagar la luz cuando ví sobre mi pantalón un billete de cinco mil pesetas. ¿Que de quién era el billetito? Ya se lo podrán imaginar. Fue mi venganza personal.