Manuel Valero.- Ah, el amor, el amor. El amor es lo que sigue a la guerra. Todo lo que ésta destruye, aquél lo construye de nuevo. Las personas se multiplican por amor y luego se eliminan por odio y por amor vuelven a multiplicarse. Incluso bajo las bombas. Es el ciclo de la vida. Pero ¿no es acaso el amor una batalla que deja el campo sembrado de roturas? Se preguntarán a qué viene esta disquisición aparentemente inconexa, pero la entenderán cuando les narre mi tercer y… más doloroso robo. Porque fue una chica. No, no se alarmen, no la secuestré ni nada parecido. Simplemente la devolví a su lugar cumpliendo ese pacto tácito que se sella sin necesidad de rúbrica entre dos tipos que se alían en una amistad imperedera, (al contrario que el amor que va de la pasión al capricho y del capricho al desdén en lo que media un verano). ¿Que qué lugar era el que correspondía a la chica? Los brazos cálidos de mi mejor amigo. ¿Se extrañan? Verán. Se llamaba Cándida. Candi, le deciamos, debido a la recurrente costumbre de apocopar los nombres feos. Y eso que a mí el nombre de Cándida me parecía tan sonoro y sólido que consideraba un atropello destrozarlo de aquella manera. El caso es que Cándida, Candi, era la medionovia, pareja o chica, como les plazca, de mi mejor amigo. Pero un verano, el último de los estudios en el instituto y por tanto, el del preámbulo de la Universidad, llegó a la ciudad el primo de una de las chicas de la pandilla. Era cinco años mayor que todos nosotros, es decir, frisaba los veintrés, sus padres tenían una piscifactoría en algún lugar remoto de Avila y una flotilla de camiones. O sea, tenía pasta. Y claro, llegó hasta nosotros a bordo de un coche deportivo, ataviado de marcas bien visibles, gafas de sol estupendas y en el bolsillo del pantatón, dinerito siempre fresco y ¡oh! tabaco rubio. Eso era lo que más me enervaba. No el coche ni su planta ni su aspecto, que también. Era que consideraba el tabaco rubio el detalle sumo, como el diminuto punto que cerraba el círculo de su cosmopolita apariencia. Bueno, eso y que vivía en Madrid, lo cual le daba el salvoconducto, que él mismo se concedió, para tratarnos como simples provincianos. Candi al principio no le dio más ínfulas que el primer embobamiento que nos produjo a todos cuando nos fue presentado. Pasados varios días, Candi, incluso lo criticaba sin rubor y hacía comentarios severísimos sobre su pijez manifiesta. Los chicos solemos ser muy obstusos para ciertas cosas. De no serlo, habríamos caído en la cuenta de que esa crítica feroz con la que se despachaba Candi, apenas se iba el guaperas de las truchas (eso decía, jajaja) era la prueba irrefutable de que estaba empezando a beber los vientos por él. A lo que había que añadir el desinterés que comenzó a incubar por mi amigo y los ojos brillantones que se le encendían como ascuas cuando lo veía aparecer. Como era verano siempre estábamos embarcados en lo que sólo debe hacerse cuando se tienen diecisiete años: piscina y reuniones, en este caso en casa de otro componente de aquella pequeña e inofensiva horda juvenil. Tenía un jardín y un patio estupendos y allí nos pasábamos, bajo el emparrado, las tardes enteras y luego, los chicos, incluso las noches, a veces, entonando los sounds of silence, a acorde simple, sin florituras. Y pasó lo inevitable. El pollo de los peces la sacó a bailar, aprovechando que mi amigo no estaba. Lo demás ya se lo imaginan. Primero, unos bailecitos sueltos a ritmo de los santones de la época (Get back lo bailaba de puta madre el condenado, porque sabía bailar de puta madre el condenado), regocijándose en su protagonismo intencionado, yendo de una chica a otra, hasta que frente a Candi desarrolló todas sus habilidades de bailongo. ¡Cómo lo planeó el cabrón!. Se acercó a Candi cuando ya nos habíamos despachado una buena ración de rock and roll y tocaba el baladeo. Así que esperó a que sonaran los primeros compases de la lentitud y sin pedírselo si quiera la cogió de la cintura, la atrajo hacia sí, la apretó contra su cuerpo y comenzó a bailar. Candi miraba a las demás chicas con un gesto entre sorprendida y engallada por haber sido la elegida. El pollo le decía cosas al oído y Candi se reía. No pararon en toda la tarde y se fueron antes que los demás en el coche del pollo. Yo no les quité ojo. Los observé sin pestañear pero con disimulo, aunque entre todos nos mirábamos como presintiendo un desastre. El desastre no era otro que la cara que iba a poner mi amigo y medio novio de Candi, cuando se enterara. Pero ya saben que la juventud es frívola y despreocupada y lo mismo que presagia una tragedia acepta las cosas con la misma naturalidad. Lo que no sabían, nadie lo sabía, es que el que les cuenta esto, el ladrón bueno, estaba perdidamente enamorado de ella. Esa noche mientras caminaba por la ciudad antes de regresar a casa, me exigí la tarea de devolver a Candi a mi mejor amigo. Cómo lo hice, mejor se lo cuento otro día.
Manuel Valero