Manuel Valero.- Me gusta robar. De hecho robo muchísimo. Tanto, que en ocasiones me sorprendo a mi mismo metiendo inconscientemente mi mano en mi propio bolsillo interior de la chaqueta para escamotearme mi propia cartera. A veces no me doy cuenta, y con el mismo automatismo recoloco mi cartera en otro bolsillo adonde la busco cuando descubro que no está donde debe. Otras, me sorprendo en pleno autoatraco y yo mismo me golpeo el dorso de las manos con condescendencia. Al fin y al cabo es lo que mejor sé hacer. ¿Que qué es lo que mejor sé hacer? Exactamente lo que están pensando: robar. Pero no soy un ladrón si aplicamos al pie de la letra el veredicto popular que concede a quien aligera a un caco de su botín una centuria enterita de perdón. De modo que si no lo han deducido ya se lo desvelo: robo a ladrones. No, no soy un héroe. Ni llevo máscara, ni tengo nada que ver con la familia Marvel. Entre otras cosas porque soy de Villatobas. Guárdenme el secreto porque aún hoy nadie, absolutamente nadie, conoce mi identidad, aunque he sido portada de los periódicos en más de una ocasión. Incluso los señores y señoras diputados y diputadas discutieron sobre el asunto con tanta perplejidad como asombro. Los había que pedían una declaración institucional para que el buen ladrón -así me llamaban, jajajaja- se mostrase en público para ser reconocido socialmente por mis méritos ciudadanos, pero al final se impuso la cordura y la opinión general de que aunque se tratase de meter el guante en el bolsillo de los malos, era un delito, y eso no podía aprobarlo el altar sumo de la residencia popular. Algunos incluso se mostraban visiblemente incómodos: ¿qué es eso de robar a un ladrón, eh? ¿Qué es eso de robar a un ladrón, eh, eh? Quiero pensar que había quienes se sentían, no sé, un poco aludidos o tal vez temían que estuvieran en la agenda del admirado ladrón bueno que robaba a los ladrones malos para después devolver el botín al lugar exacto, justo y conveniente. Porque, no sé si lo he dicho ya pero robaba para dejar las cosas como al principio, como si nada hubiera ocurrido. Y lo hacía con la misma destreza con que daba mis golpes maestros.
Si me preguntan que de dónde me viene esa afición por lo ajeno les diré algo que a lo mejor les sorprende. Cuando era niño y al regresar del colegio, un centro público de Villatobas, observé que dos chicos que iban al mismo cole que yo, le robaron las monedas que en ese momento había en el platillo herrumbroso de un pobre ciego. Siempre estaba en la misma esquina a prácticamente todas las horas del día. Yo creía que era un buscavidas y que se hacía el ciego para enternecer a los viandantes. Estaba sentado en el suelo. Y no, no tenía ni cartel mal redactado con faltas de ortografía, ni perro. Simplemente él, sus andrajos y el platillo. Y unas gafas negras que daban la sensación que te miraban fijamente. Pero fue cuando los muchachos se acercaron sigilosamente al platillo, lo apartaron de su lado, recogieron el dinero y lo volvieron a depositar con cuidado sin que el ciego tuviera la más mínima reacción, que descubrí que el pobre ciego de la esquina era de verdad eso: un ciego pobre. Les escuché apostado tras un automóvil contar el botín: una peseta y veinte céntimos. No sé qué demonios me pasó, pero en ese momento sentí una necesidad perentoria de hacer justicia. Estuve a punto de encararme a ellos, pero ellos eran tres y yo dos: yo y mi soledad, y además, eran cuatro años mayores que yo. Me fui a casa enojado y frustrado. Hasta mi madre me dijo que qué me pasaba y a punto estuve de decirle que había perdido a los cromos una peseta y veinte céntimos y que si me las daba. Pero cuando a la hora de comer me eché a la boca la primera cucharada de lava hirviente de la sopa de mi madre tuve una genial idea: robaría a los ladrones del ciego la peseta y los veinte céntimos y los regresaría a la depauperada pobreza del mendigo. Me llevó varios días, pero lo conseguí. Les hurgué en la cartera del colegio cuando estaban en el recreo pero sólo encontré 40 céntimos. Y al rato, oh, Dios mio, la suerte se me apareció como una diosa desnuda. Del bolsillo trasero de uno de ellos asomaba, entre un taco de cromos, el pico de un billete de a peseta. Dicho y hecho, me puse detrás de él, fingí un tropezón y el billetito se vino a mi mano con tal destreza que ni una sola estampita se descolocó de su sitio. ¿Habría nacido para esto? Ya tenía la peseta… y cuarenta céntimos. Sólo me quedaba correr hasta donde el pobre y devolverle lo que era suyo. Iba camino de la esquina cuando me asaltó una duda. Los chicos le robaron una peseta y veinte céntimos y yo tenía en mi bolsillo de ladroncete recién estrenado veinte céntimos de más. ¿Que hacer con ese dinero sobrante? ¿Me lo quedaría? Pues no. Mi decisión, tomada con una firmeza impropia para mi edad, fue reponerle todo al señor andrajoso de la esquina. Propina incluida. Y así lo hice. Cuando llegué a casa era todo una sonrisa de plenitud. Hasta mi madre se sorprendió.
Ese fue mi primer robo. Era como un nuevo Robin Hood en los tiempos del rock and roll. Pero otro día les sigo contando.
—-Manuel Valero