Hay en esta ciudad, antes villa, algunos rincones francamente siniestros. Como esos parientes de los que nunca se habla. Que hacen fruncir el ceño, según los novelistas, o mirar por encima del hombro. Su propia naturaleza los hace tímidos y escondidos, rodeados como están del yuyu y de la cosa que dan, placenta nebulosa y malsana de lo sin explicación plausible. Porque para encontrarla hay que ir más allá, un lugar donde por cierto no quiero veranear. Para saber algo más haría falta aprender artes oscuras, aunque más nos valdría hoy defensa contra las artes bancarias.
Las artes oscuras (Goetia) no se enseñan: hay que ir a buscarlas y aprender por uno mismo. Yo, que solo quería hacerme idea de ellas, ojalá no las hubiera mirado siquiera. De verdad: no son para gentes flojas de piernas, que quieren vivir vidas tranquilas y todo eso; cualquiera que empieza inocente por uno cualquiera de esos senderos, que más bien son trochas, termina amargado y lamentando, como Segismundo y el Griego, el delito de haber nacido y su dos veces maldita curiosidad. Hay cosas que peor es meneallas y deberían estar dormidas en el baúl del desván o en el armario, con los esqueletos y los maricas. Haberlas, haylas.
Cualquiera lo suficientemente raro como para andar por la calle Guadalmez a las tres de la mañana se sentirá, aparte de insomne, perturbado por malas vibraciones. Si es, además, curioso, vendrá a saber que ahí se llevaron a cabo numerosas ejecuciones durante el siglo XIX, una de ellas la de la inocente madre de El Locho, el famoso guerrillero carlista. Hay, igualmente, casonas de decoración poco menos que perversa, como salidas de un cuento de Montague Rodhes James. Están invadidas por un silencio ominoso, que dice Lovecraft, y su mal fario envuelve habitaciones abandonadas con miasmas mohosos y muebles oscuros, donde se exhibe el delirio morboso de un pervertido rococó en medio de ruidos viejos y quejumbrosos, acumulando el polvo de decenios. Nadie conoce al dueño, inencontrable, desaparecido, quizá partícipe de un hecho luctuoso y olvidado cuya perdida referencia solo un obseso podría desempapelar; porque tal vez siga dentro y la casa misma sea su ataúd o su infierno de diseño particular.
Muchas de esas casas mustias que se están viniendo abajo se encuentran por los rincones de Aragón, pero también hay algunas en las mesetas. Sus paredes exteriores tienen escrito un cuadro de Pollock y uno se puede perder en ellas como por una lengua muerta. Acumulan desconchones de horripilante humedad por donde es posible ver el ripio variopinto de la carne constructiva. Se diría que son la proyección de un ente, un enterrado. Por La Poblachuela hay alguna mansión de esas, llena de hierbajos insólitos y oscuros. Su atmósfera es mefítica y ponzoñosa. Nadie sabe nada de sus antiguos habitantes; de los modernos, solo que no salen, no se mueven, no hablan, no los conocen, no tienen coche, ni televisión, ni radio, no encienden las luces, no hay perro que ladre. Solo se dejan notar a altas horas de la noche gatos fugitivos como dioses menores y una quejumbre de ramas nerviosas desenredándose en lo ocuro, apenas a un soplo de aire. A veces un tonillo sofocado y malsano, luces extrañas como de vela y volutas de humo suelto como con figura. Lo demás que se sabe es exiguo, antiguo, ambiguo y otras más cosas acabadas en -iguo.
Entre mis conocidos hay algunos fantasmas, pero a los muy numinosos les da por desaparecer cuando quiero presentarlos a los demás; es gente muy discontinua. Por no hablar de sus defectos de elocución, porque a más de una psicofonía le haría falta pasar por Autotune. Además, a todos los fantasmas manchegos les da por leer a Larmig y a Swinburne, y hacen tertulia un solo día del año, al lado de La muerta del cementerio.
Contornos
Ángel Romera
http://diariodelendriago.blogspot.com.es/
Lindo y fantasmal relato, Lovecraft de la Mancha. Qué miedo.
Si la «hija de Jairo» de Larmig viviera en Ciudad Real, hace tiempo que se habría suicidado haciendo las delicias de Swinburne, cuyo espíritu seguro que vivía en el edificio derruido de la Plaza de Cervantes al olor de los lodos de la calle Rusia.
Curioso que mencionas la calle Guadalmez a las tres de la mañana, pero como ejemplo me sirve cualquiera a las 10 de la noche de cualquier día del año. Ciudad muerta donde las haya.
Por cierto, que no han estado listos los dueños que edificio eutanasiado en Cervantes. Ahora que los huecos «dentales» de la construcción colapsada por alcantarillas que fagocitan los subsuelos están de moda por qué no ponen unos hincha les?
Ciudad Real te enamora.
Para mí, el arquetipo de lo triste, de lo casi siniestro, son los portales «viudos» de la plaza Mayor -los de la derecha, según se mira al ayuntamiento- a las diez de una noche de invierno, envuelta en una niebla amarilla, en el año -pongamos- 1972. Ni un ruido. Ni un coche. Ni un alma. Quizá se escuche ligeramente alguna bien afinada nota de guitarra que se escapa del Paco. Uno o dos parroquianos. Paco, con su pié izquierdo vendado e hinchado como si tuviese dentro, aún, su zapato, se sienta en el banco de madera -según se entra, a la derecha- y lo apoya en una silla. Y toca una soleá. El vino, de frasca y horro de color, refresca por donde moja pero poco más. Un Celtas corto en la boca. Y la sensación de que, fuera, la vida está detenida por propaganda ilegal. Y no: lo que está es amortajada. Como todos nosotros.
Para mí lo más siniestro de este realísimo pueblo es, precisamente, todo lo que pasa por su opuesto: ese clima de acicalada domesticidad que jóvenes y viejos celebran en ajada comparsa a la hiriente luz del día y con cualquier pretexto trazando un común denominador de comportamiento imitativo, como las cañas de los domingos después de misa, por ejemplo, en esa misma Plaza Mayor cuajada de cabezas reducidas, aunque bien peinadas por lo general, y correctamente huecas en la materia que sobrevive bajo las cabelleras a los sones del carillón y las chácharas de garrafón. Quizá este agudo sentimiento de discrepancia hacia los luminosos habitantes del villorrio nos convierta a algunos (que todavía ignorábamos quienes fueron Larmig y Swinburne, mi Goetia no fue por ahí) en fantasmas, sobre todo cuando somos evaluados por quienes prefieren las bendiciones de la superstición a los desvelos de la sindéresis.